miércoles, 26 de octubre de 2011

Hannibal


Urbano, orillero, barroso, moralmente incorrecto, lumpen, el bar.
Preferimos pegados a la calle, en una mesa doble. Las dos muestran la herencia de huellas de clientes anteriores, que podían ser de días o de minutos antes: se dibujan varios círculos perfectos cortados por migas blancas y mucho pan rallado.
Tres cuchichean algo sobre mi compañera francesa. Alcanzan a escucharse por la voz grave. Llevan jogging azul y toman Fernet con unos hielos que son casi agua, desparramados en las banquetas que el dueño propone debajo de la escalera; uno en musculosa; los otros con la ropa del laburo, intuyo. Todos aguardan lo mismo, sabremos.
Sopla el viento y, para esa hora, inherente, la primavera platense muta en invierno cuando oscurece con humedad y rocío. La puerta ventana, en suma, no se cierra nunca. El carril por donde debería circular tiene poco aceite, mucho óxido acumulado y ni el dueño ni los clientes se molestan en moverla. La puerta corre dos veces al día: a la mañana, con los acoples del primer sol y los vidrios, y de madrugada, cuando el canillita pasa en bicicleta hacia Gobernación.


En la esquina que forma la pared del baño, el televisor en TyC se traduce como espejo deformante de todo lo que lo rodea. Aprovecho la proximidad casual con Aníbal y le pregunto sobre Pablo Matías Vidal. Me contesta que no se acuerda, que el dibujo que le señalo enmarcado en un cuadro rajado no lo hizo el trovador y que guglee "Un Pacman en el Savoy", "que hicieron un documental corto sobre el tema que me dedicó el Indio". Uno más, pienso, pero este debe tener algo de definitivo. Después lo comprobaría.
Una señora de años llega desde el fondo, en el hueco donde empotraron la cocina a la fuerza. Carga papas de grasa y una copa de aluminio reservada para algún flan ocasional, ahora llena de condimento rojo. "Salsa de tomate suave", me indaga el hombre, de prolijo delantal azul tirando a celeste y los bolsillos canguro a cada lado, donde amontona un pilón de monedas que serían la envidia de cualquier drugstore moderno.
El Pelado a los besos ni se inmuta; apenas mueve la silla, sin levantar el culo, para que el mozo adivine el pequeño pasillo que el movimiento le exigía. Tiene una larga cicatriz tacuara y la mirada rústica hacia calle 5, gesto que parece aguardar una discusión tan inevitable como deseada, la mano izquierda apoyada sobre la calsa negra de la mujer y la derecha sosteniendo un vaso y un cigarrillo.


Se exibe un deportes del Diario El Día manoseado de la mañana, excusa de apoyavaso para los que se le animan a la barra. Arriba, cerca de un reloj ya oscuro, la foto de Scioli marca la espiritualidad de la zona. Se le suma una fotocopia, que es a su vez código de convivencia, ilegible, colgada bien alto a aquella otra imagen de quien gobierna, que legaliza todos los excesos: el juego, los dealers, los burros. La cana aprueba sin mirar desde la puerta y nadie deja de fumar en ese minúsculo espacio que copia un efervescente Marlboro que destella del poster de Senna cuando coronaba con Mc Laren.
El simbronazo se sucede puntualmente a las 9. Hubo otros dos: Matutino y Vespertino. Aníbal cambia a Crónica, sumiso, desprevenido. Pasan Nocturna y se hace silencio; una mudez profunda: el Pelado ya no la besa, las discusiones de fútbol y minas se mudan, las guarangadas se postergan, la señora de años no sirve fritas ni grita. Alguien insiste y le pide el remoto al dueño del bar. Sube aún más el volumen; mucho más. Es el momento esperado.

* Un escrito para el número nueve de Apócrifa Revista.

1 comentario:

Anónimo dijo...

lo recuerdo...