viernes, 18 de julio de 2014

Yicas


Lo pronunciaba con la misma tonada; siempre. Fruncía los labios, desgastados por años de calor misionero, y amagaba una mentirosa resignación cada vez que lo contaba.
“Las yicas no eraaaaaaaaaaaan mías. Si io apenas que miraba cómo alquilaaaban ese cuartito”.
El secreto era de los iniciados, los que lo conocieron cuando laburaba la parrilla en el tablón encajado al costado de la doble puerta grande.
Cuando Mario llegaba cada mañana de Gorina, el frigorífico que le canjeaba chorizos, achuras y tapa para que el negocio le cerrara, Silvia era la última en irse. Se tenían confianza. No había desamor ni ánimos de reconciliación, pero era la única que cumplía la orden nunca ordenada de desconectar las bombitas rojas que ambientaban el bulo, entre el baño y la barra de adentro, al enfocarse imbatible la luz externa.
Antes de Silvia, Irma, Florencia y la hija de una de las vecinas de la GNC de la entrada, salían a las cinco, cuando llegaba el Dueño a buscar lo suyo y no había chances de rastros sobre la ruta, que era eso que suelen llamar “boca de lobos”.
El día que empezaron los aprietes con la cana de la zona (no por benevolencia con las mujeres, sino por baja de colaboraciones), supo que la forma de seguir era subcontratar el espacio para otras actividades. Lo remarcaba, incluso a grito pelado (lo que le costaba muy poco) si su noche lo exigía, generando esa falsa expectativa de la iniciativa permanente: “Ampliar el negocio; renovarse siempre. A esto le falta una lavada de cara”, sugería.
Mario lo ubicaba de la salida de Corrientes. Una casualidad de terceros los cruzó esa madrugada de poca Gendarmería en la frontera de Libres. Salía con el camión a primera hora y le subió lo suyo en la parte de atrás del acoplado. Estaban las cuatro, flacas, muy cambiadas al aspecto que Mario fue viendo con los años cada una de las mañanas que entraba con los ganchos, el carbón y la carne para activar el segundo turno del bulo. Ahí estaban: Silvia, Irma, Florencia y Paola, la más jovencita de todas, la que se enamoró del corredor de caños de Brandsen: los distanciaba la edad de padre e hija, pero la necesidad los llevó a fundar la primera GNC de la zona, cuando las conexiones truchas de gas se hegemonizaban en talleres y gomerías.
El Dueño siempre se mostró convencido, aún después de la separación que dejó una muerte de pocas explicaciones. “Método casero, hombre”, decía. “Es el futuro que viene: con lo que costará la nafta dentro de poco, cuando Sadam derroque a los yanquis tirando los ‘caza’ contra las Torres Gemelas, el que no tenga este tubito – y cada vez que lo hacía señalaba el motor- y este tanque, no tendrá piernas para juntar tantas pedaleadas”.
Husein no ganó la guerra ni los norteamericanos fueron derrotados. La parrilla, hace años, funciona sobre el terreno de la antigua GNC, ya sin bulo y con las mujeres exiliadas tras la revuelta y la repercusión en los diarios regionales.
Mi viejo aún rinde cuentas por las fotos de aquella tapa.