jueves, 20 de noviembre de 2014

Grande se nace



Una tradición que perdura: Estudiantes, con los “grandes”. El club debutó en el Torneo Internacional Nocturno del ’38 que agrupaba a los equipos más importantes del Río de La Plata. Un selecto privilegio que repetiría en 1944 y que, además, marcó otro hito: el debut de pretemporada del “Payo” Pelegrina

Cualquier hecho se puede medir por la importancia que le asignan los participantes implicados. Y, así, el relato dependerá, en muchas ocasiones, de quien se calce el micrófono amplificador de la historia. El “Nocturno de los Grandes” marca en el bullanguero rosarino una particular cuña en la jerga (tan única como subjetiva) que el derby local tiene en una rivalidad sin precedentes afuera y adentro: todo se ajusta para encontrar una diferencia con el rival de siempre. Victoriosos en la tercera edición y sin títulos internacionales en las vitrinas, los leprosos se le animan a la conquista de la Conmebol ’95 de los canallas, chapeando el honor, aunque amistoso y no oficial, que el club luce por haber sido el mejor entre los “grandes” levantando la copa del Internacional Nocturno de un lejano verano del ‘43, con los campañones en los torneos de Primera de 1941 y 1942 como antecedente.
“La Copa de Oro Rioplatense”, o “Torneo de los Grandes”, se organizaba entre enero y marzo con la disputa de uno o dos encuentros por semana en sedes rotativas, en el receso del campeonato oficial. Empezó en 1936 con la participación de nueve clubes. Para la segunda, en el verano del ’38, los organizadores invitaron a Estudiantes para completar el selecto grupo de diez que ya integraban los “cinco grandes” de siempre; Central y Newell´s, ya incorporados por logros y convocatoria al torneo de los “porteños” y la AFA; y Peñarol y Nacional, habituales protagonistas de la Copa Aldao frente al campeón anual argentino.
Razones de peso a favor las del Pincha para que la ciudad tuviera representación en el renombrado torneo de época: las buenas campañas del inicio del profesionalismo y la trascendente inauguración de la iluminación del Jorge Luis Hirschi, meses antes, en noviembre de 1937 en un amistoso contra Peñarol.
En la previa al inicio del Nocturno, el equipo se preparó con dos amistosos de pretemporada en 57 y 1 contra Talleres y Belgrano. Resultado anecdótico (2-1 y 6-2), los partidos sirvieron para que el entrenador a cargo, Latorre Lelong, probara a los cinco cordobeses que se medían como refuerzos: Roberto Gigena, el arquero Rama, Roberto Ortiz, Ramón Farías y… Manuel Pelegrina. “Resultaría aventurado emitir un juicio categórico respecto al nuevo puntero izquierdo cordobés, Pelegrina, pero sí puede señalarse que dejó buena impresión por los centros y rapidez en las jugadas: es probable que en nuevas demostraciones mejore su rendimiento…”, arriesgaba El Argentino en uno de los primeros entrenamientos. Fue eso y mucho más.
Debutó en la copa el 22 de enero, de local, contra San Lorenzo. Categórico 5-1 a favor con tres de Zozaya, uno de Cosso y el restante del debutante Pelegrina, que parecía anticipar otra suerte en el torneo, sumando el posterior buen empate en dos, en La Boca, contra el River que venía de ganarlo todo entre el ’36 y el ‘37: bicampeonato nacional, Copa Ibarguren y doblete en la Aldao con goleadas en duplicado al “Carbonero”. Llegarían después las derrotas con Central e Independiente (2-3 y 0-5) y la esperada visita de Nacional de Montevideo a 57 y 1, que fue 1-2, con “tangana” y escándalo, exaltados los jugadores pinchas con el arbitraje del uruguayo (la reglamentación permitía que un juez dirigiera a un equipo de su país), Pedro Olavarrieta, que no convalidó un claro gol de Pelegrina, obvió un foul en la jugada previa al primero de Nacional y dejó pierna libre (“No cabe duda de que no penó las infracciones con igual criterio, según fuera el bando de los jugadores que la cometían…”, de la crónica de La Nación) para el accionar del “Bolso”.
El final del torneo mostró la cara más deslucida: goleadas en contra Newell’s (0-5), Boca (2-6) y Peñarol (2-7) en Uruguay, en un juego sin equivalencias y con prueba de varios jugadores habitualmente alternativos. Y caída final con Racing en La Plata, 1-2, el 24 de marzo.
Estudiantes tendría revancha en 1944, en la cuarta y última edición del Nocturno, con el campañón del equipo del “Mocho” Viola que terminó tercero en el campeonato de Primera y levantó la Copa Escobar de final de año contra San Lorenzo en el Viejo Gasómetro.
Para apretar calendario y costos, la copa se dividió en dos zonas de cinco equipos, con los mismos participantes de 1938. Fue derrota de local en el arranque frente a Racing. Pero el 6-2 ante Independiente (noche inolvidable con cuatro goles de Alberto Guerini, de fugaz paso profesional por Estudiantes ese año, y otros dos de Pelegrina) y el pleno ante Central (3-1), de nuevo en 57 y 1, le permitieron al Pincha alcanzar (pese al 1-2 con Newell’s en Rosario) el segundo lugar de su zona y disputar el partido por el tercer puesto con Nacional en Montevideo (segundo de la A), que lo venció 3-2, otra vez con doblete de Pelegrina, como para no perder la costumbre ni en amistosos ni en oficiales, el “Payo”, después de su bautismo en el debut oficial de Estudiantes en el “Internacional de los Grandes”.

* Publicado en el número de noviembre de Revista Animals!.

martes, 11 de noviembre de 2014

Todos de blanco



Penalty empezó con Chacarita en marzo de 1994, en un partido contra Almagro, que se presentó en San Martín con la alternativa blanca. Se sabía, de antemano, que la marca no había diseñado el uniforme titular a bastones (rojo, negro y blanco), por lo que los jugadores locales salieron de igual tono que el visitante: veinte jugadores, veinte de blanco. Para evitar la suspensión del partido, se apeló a una "vaca" en las tribunas como último recurso. Los hinchas de Chacarita lograron juntar nueve camisetas (en su mayoría de la antigua firma: Taiyo), cada una con un número del 2 al 11. Faltaba una: la 4. La solución llegó con cinta blanca, sobre la número catorce que acercó un plateísta.

martes, 4 de noviembre de 2014

Dirección sur-norte, 62-61


Eran días de lluvia similares a éstos. Estos, los de ahora, los que ves por la ventana o imaginás desde el conducto de aire del edificio en el que te apretás en un dos piezas con otros dos o tres.
Se le podría decir "rutina": marcábamos con los dedos las gotas que se pegaban con la mugre en el vidrio del lado mojado y después salíamos al cordón con unos cuantos papeles apilados. Casi siempre eran de diario o de alguna revista de esas de domingo que traían recetas de comida o para la vida, como si tres hojas fueran a solucionar el mundo. Eran las mejores. Tenían algo que se resumía en una palabra que con Carlitos o Diego, los que capitaneaban la barra del equipo de la Tacuarí, entendimos mucho más adelante: tenían mayor "gramaje"; para nosotros, nada más que más gruesas. "Gra-ma-je", me dijo el de Plástica I en el patio del Nacional.
El mejor siempre era el papel de fotografía. Flexible lo justo, impermeable, como la mejor madera para la balsa que levantaríamos para cruzar del otro lado. No había forma, igual, de concretar semejante hazaña y doblar alguna foto blanco y negro para que nuestro buque derrote al enemigo en el bravo curso de agua empedrada. Nos conformábamos con las revistas de alguna tía que compraba La Nación o El Día y que, después leídos -miércoles o jueves, porque se leía en varios días-, lo pasaban entre semana. Así los barcos se podían armar de a uno, sin tener que estar pendiente de su inevitable hundimiento a medida que se arrastraban hasta la boca de tormenta de la esquina.
El agua caía con dirección 62, 61, sur a norte. Las grietas de los adoquines formaban oleadas como las que los veleros sufren en cada sudestada cuando, río adentro, buscan la costa uruguaya sin demasiado temor. No valía soplar ni tampoco meter mano si, simulando una ballena perdida, el barquito ponía proa al este, se anclaba y quedaba bajo la rueda del 275 que todavía pasaba por calle 11; o si, para peor, alguna rama caída simulaba la zanja de Alsina. Se libraba una estratégica batalla naval en la que nos jugábamos la supervivencia y la de nuestros imaginarios tripulantes.
Hay una tarde sin registro de calendario. Tuvo que haber sido un domingo igual a este y con suspensión de los partidos. Esos eran los días de mayor participación. El faltazo obligado a la cancha de unos u otros -pinchas o triperos- llevaba, sin almuerzo ni merienda, al ansiado round que se desafiaba en el cordón de la vereda.
Petulante, hoy abogado venido a menos, el vecino al que poco conocíamos porque iba de local y visitante, se presentó sin saludar. Sacó un playmobil sin manos ni pelo y lo puso sobre el velero de mayor "gramaje" jamás visto. El muñeco se desplegaba al ritmo del agua, altanero, como el llanero solitario en su indomable caballo. Llegó al final, invicto, arrogante y ganador. Nunca vimos nada igual. Ni siquiera le importó el triunfo; sólo hacernos saber que, si se lo proponía, jugaríamos por el segundo puesto. Siempre.
Adrián, no. Adrián se le enojaba. Le ponía cara de orto. Vivía en el conventillo de la esquina. Nadie lo decia, pero con la mirada inocente que esa edad empieza a codificar ciertos gestos de valentía, admirábamos que, en días como éstos -diferentes a aquellos cuando no había invierno brusco en noviembre, parecidos a éstos porque las gotas se pegan en la mugre de los vidrios y acá a la vuelta hay otro Adrián en conventillo o casa tomada- siguiera la carrera de su barco rojo publicitado por chocolate Águila; descalzo y desafiante, con los pies en el barro que se adhería al cordón. Nadie sabía como él de fríos, velas y ventanas sin burletes. Creíamos que jugaba con ventaja. Siempre estuvimos equivocados.