martes, 4 de noviembre de 2014

Dirección sur-norte, 62-61


Eran días de lluvia similares a éstos. Estos, los de ahora, los que ves por la ventana o imaginás desde el conducto de aire del edificio en el que te apretás en un dos piezas con otros dos o tres.
Se le podría decir "rutina": marcábamos con los dedos las gotas que se pegaban con la mugre en el vidrio del lado mojado y después salíamos al cordón con unos cuantos papeles apilados. Casi siempre eran de diario o de alguna revista de esas de domingo que traían recetas de comida o para la vida, como si tres hojas fueran a solucionar el mundo. Eran las mejores. Tenían algo que se resumía en una palabra que con Carlitos o Diego, los que capitaneaban la barra del equipo de la Tacuarí, entendimos mucho más adelante: tenían mayor "gramaje"; para nosotros, nada más que más gruesas. "Gra-ma-je", me dijo el de Plástica I en el patio del Nacional.
El mejor siempre era el papel de fotografía. Flexible lo justo, impermeable, como la mejor madera para la balsa que levantaríamos para cruzar del otro lado. No había forma, igual, de concretar semejante hazaña y doblar alguna foto blanco y negro para que nuestro buque derrote al enemigo en el bravo curso de agua empedrada. Nos conformábamos con las revistas de alguna tía que compraba La Nación o El Día y que, después leídos -miércoles o jueves, porque se leía en varios días-, lo pasaban entre semana. Así los barcos se podían armar de a uno, sin tener que estar pendiente de su inevitable hundimiento a medida que se arrastraban hasta la boca de tormenta de la esquina.
El agua caía con dirección 62, 61, sur a norte. Las grietas de los adoquines formaban oleadas como las que los veleros sufren en cada sudestada cuando, río adentro, buscan la costa uruguaya sin demasiado temor. No valía soplar ni tampoco meter mano si, simulando una ballena perdida, el barquito ponía proa al este, se anclaba y quedaba bajo la rueda del 275 que todavía pasaba por calle 11; o si, para peor, alguna rama caída simulaba la zanja de Alsina. Se libraba una estratégica batalla naval en la que nos jugábamos la supervivencia y la de nuestros imaginarios tripulantes.
Hay una tarde sin registro de calendario. Tuvo que haber sido un domingo igual a este y con suspensión de los partidos. Esos eran los días de mayor participación. El faltazo obligado a la cancha de unos u otros -pinchas o triperos- llevaba, sin almuerzo ni merienda, al ansiado round que se desafiaba en el cordón de la vereda.
Petulante, hoy abogado venido a menos, el vecino al que poco conocíamos porque iba de local y visitante, se presentó sin saludar. Sacó un playmobil sin manos ni pelo y lo puso sobre el velero de mayor "gramaje" jamás visto. El muñeco se desplegaba al ritmo del agua, altanero, como el llanero solitario en su indomable caballo. Llegó al final, invicto, arrogante y ganador. Nunca vimos nada igual. Ni siquiera le importó el triunfo; sólo hacernos saber que, si se lo proponía, jugaríamos por el segundo puesto. Siempre.
Adrián, no. Adrián se le enojaba. Le ponía cara de orto. Vivía en el conventillo de la esquina. Nadie lo decia, pero con la mirada inocente que esa edad empieza a codificar ciertos gestos de valentía, admirábamos que, en días como éstos -diferentes a aquellos cuando no había invierno brusco en noviembre, parecidos a éstos porque las gotas se pegan en la mugre de los vidrios y acá a la vuelta hay otro Adrián en conventillo o casa tomada- siguiera la carrera de su barco rojo publicitado por chocolate Águila; descalzo y desafiante, con los pies en el barro que se adhería al cordón. Nadie sabía como él de fríos, velas y ventanas sin burletes. Creíamos que jugaba con ventaja. Siempre estuvimos equivocados.
 

No hay comentarios.: