miércoles, 21 de septiembre de 2011

El arte, fin en sí mismo


Cuanto menos, la nota De Garage deriva como disparador para ensayar nuevas hipótesis ya escritas y reafirmadas, nunca comprobadas. O sí, pero sin absolutos: el universo paralelo de Mister América no lo es, no lo será. No hay espacios cerrados inconmovibles o inmutables. Todo está abierto a la jactancia de nuevas posturas si éstas implican no huir del paraíso para nadie autofundado por Astarita y su séquito.
Con el agua al cuello fue el inicio y la ruptura al fin; el surco necesario de lo instantáneo; lo que permanece el ser humano en los atriles inherentemente incómodos o el precio a pagar de toda búsqueda de experiencia sensorial no ordinaria. Si Con el agua... es el último punto efímero de incomodidad terrenal de MA, Despojado empieza cuando baja la marea, turbia, que conlleva la reconstrucción como equilibrio de fuga. Insano y Rebelde, estados de ánimo coyunturales y abstractos y aún así necesarios, se materializarán con Superación, la prana que surge como mantra final de "esa saga de estados del ser".
Cuando el rock enfilaba hacia su propio iceberg, sintetizará Graziano, de fines de los '90 a Cromañón, Astarita le ponía los últimos ladrillos al submundo de exilio interno de la banda: ese paraíso para nadie más que Mister América.

martes, 13 de septiembre de 2011

Papeles tristes y sed


Volvió. Eléctrico aún cuando navegaba con los amigos de Lincoln por la ruta argentina número 7, ayer, domingo, después de haber almorzado una napolitana con Baggio de litro sabor naranja en un bar del ACA, en el centro del pueblo pensado a pasajeros 50 km de Junín, su primera comida, aquella, desde el asado-cena del viernes a la noche.

Corrida en micro a Luján del centro a la banquina, el trip sumó el avistaje del accidente en la unión del Acceso Oeste y la 7, autostop de cinco minutos (tres autos) en el corte de la bajada y arribo con éxito al lugar el sábado 15 horas, tras congestionamiento ricotero que en barra acechaba el interminable gris bonaerense.
Entrar por un Rosas, 20 pe o mangos, viajar a dedo, luego auto, con moebius nocturnos pos recital de dos de la mañana a cinco, Junín-Lincoln-Junín para cargar los tucumanos que esperaban acostados sobre la tierra seca de la zanja, con un sobreviviente del cotidiano conurbano con el que terminó abrazado reinterpretando la lucha de clases aún por gastar, sólo unidos por los discos que descreían del Pioneer que los cobijaba y la bandera de "Porco Rex" que acompañó alumbrando la luneta del auto, jarra en mano de gaseosa, uva y alcohol, no tiene precio.
Me contó y dijo.

- "Te das cuenta", parece descubrirlo, con la mirada más que con la boca. Los que cantan a su lado "Maldición..." no dejan grietas de silencio.
El nómade que conoció en el cruce de Luján se hace el que entiende, busca las coordenadas. Sólo los altos de estatura pueden ofrecer alguna respuesta entre la uniformidad de cabezas.
- "Habla de droga: co-ca-í-na".
Nada lo sorprendía. Pero no lo notaba, lo intuía: narices, sifones, dientes con envidia de lengua y ladrones de cerebros, eran algunas de sus pistas.
Si uno llega en ese espacio temporal a un recital, pongamos el del Indio, otro tal vez aunque las pruebas digan lo contrario, creerá que toda poética comienza en el bolsillo del saco y termina con la última arremetida de la tarjeta. Aunque no es todo, Bang Bang!, partes de Gulp! y (casi) todo Oktubre, el Indio tienta cantar odas disponibles a cada uno de sus pericos.
El primer tiro fue por el semáforo del cruce. Cristian, el conductor de Matanza, insistía con rescatarse. Lo hacía con el convencimiento de estar seguro. Tenía la mirada tan firme y curtida que no había manera de contradecirlo. Vino, Fanta, jarrón hervidor que por las noches calienta lo del mediodía, mucho hielo, amiguo...
"El resto cuando lleguemos. No quiero saber nada, sabés, amiguo... cuando estás del otro lado. La conocí y pasé. No vuelvo".
Hubo dos y tres seguidos dentro del auto, con la vista hacia atrás ayudados por el polarizado del parabrisas. Cuatro y cinco llegaron después.
"No mires para afuera. Date vuelta, pegate al asiento y usá la billetera".
Al costado del auto, entre el surco que forma la tierra mojada por la humedad del lago, agotador, paranoico, insustituible, se corporizan una multitud de piernas -de remeras negras, gorros, camperas deportivas largas hasta las rodillas, vaqueros, algún que otro saco- que luego a oscuras imitarán la procesión del silencio, de los muertos, pero vivos, que vienen de la batalla con la sabiduría de la misión cumplida.
El parador "El Puente" suelta un cartel verde poco visible desde la banquina, metros después del desvío que lleva al Autódromo. La leyenda resalta sobre el paredón de musgo de los baños, detrás de lo que eran los surtidores de nafta de una segura YPF; apenas se ve, no sólo por el musgo sino por el salto intermitente de los muchos que cantan el segundo tema de Luzbelito que mueve de una F-100 que custodia un chico raquítico, de musculosa cortada, ya gris, con una cara de anteojos sin pelo. Cada dos, uno sostiene el plástico arrancado de las botellas de gaseosa (la parte de abajo) con el que forman un vaso largo, más ancho e inestable que los de vidrio. Cada vibración de las zapatillas instala un empujón que hace volcar los hielos del interior de la copa.
La caravana de autos, percibible tan de cerca como a la distancia, es heterogéna, amplia, policlasista. Una producción casual para sociólogos o antropólogos. La masa conforma un Estado paralelo e itinerante que encuentra asiento donde se lo convoque. Tienen todos un horizonte, el mismo que cantan y cantarán con distintos acordes hasta entrado el domingo. Forman una unívoca marca en la larga línea gris: los desangelados, de antes y ahora, de cualquier barrio del Conurbano y los hijos del campo en camionetas que identifican su gusto por Solari con extensas calcomanías; familias de cuatro o cinco, con peatones perdedores que encuentran futuro en estos días descolgados del almanaque de la sobrevivencia; pendejos de inciertos amaneceres y tipos hechos que esperan la recompensa de su futura pareja; los que cambian el vicio cotidiano de los animadores del juego por perdones para su lengua. Y bocas flojas. Muchas.
- "Ponelo de esta forma".
Cristian estaciona el auto. Con la palma de la mano apenas cerrada sostiene un nylon y se apura; con la izquierda señala la hoja oscura. Respira la impaciencia que hace minutos le desconocía. Quiere entrar con el amontonamiento.
- "Poné llave, subí los vidrios... vamos".

* Publicado originalmente en Manjares en la Azotea.