miércoles, 4 de abril de 2007

La más maravillosa de las músicas y una yerba


Noche larga y de míradas cansadas. Cansadas de irse por la ventana; que miraban el fondo de fondo: el Bosque, algunos taxis sobre la 44, el bodegón peruano de la esquina aún abierto, la Petroquímica, las luces del galpón del Nacional; y más allá, el infinito, la deriva de perderse para conocer esa ciudad que de noche provoca desconocimiento: sin olores matutinos, ni autismos, ni multitudes; sólo la mirada en el azar de la noche y el placer urbano de contemplar lo imposible.
Reaccionamos. La música fluye. Sobre la mesa, un par de
vasos vacíos descansan para siempre de las bocas secas y casi sin quererlo interrumpen el choque de sensaciones: una reflexión sobre algo de Favio y la máxima aspiración de la estética peronista; el lugar donde tocó Cerati en Capital; el Planetario; circular o derivar.
Y ahí pensamos al unísono lo que hubiera sido ese espacio obligado de circulación por una ciudad prediseñada, sin espontaneidad posible, donde la errancia y el devenir se visten para el poderoso con guiños de sospecha.
Para eso, las instituciones. Había una vez un
megadescamisado: 137 metros del alto, como la Estatua de la Libertad y el Redentor de Río pero más; 14 ascensores; 43 mil toneladas; salón grecoromano con paredes de mármol; y hasta un sarcófago de 400 kilos de plata para ubicar los restos de Eva.
Al proyecto se lo tragaron los milicos en el '55; cerca de ATC, donde todavía descansa lo que queda de la octava maravilla; en el Planetario, debajo del mismo lugar donde la otra noche tocó Cerati.