jueves, 22 de mayo de 2014

Zimmerman

La acción de salir, viajar, desplazarse, orienta un precepto -y no hace falta hurgar en la literatura de rasgo nómade más contemporánea- que se antoja habitual: la migración personal supone el raje instintivo y primario para desnaturalizar el "hábito o costumbre de hacer algo maquinalmente", según el laconismo RAE; en términos de obligación, todo lo que no queremos.
Así, se transforman cotidianos los saludos que tres o cuatro en una moto le infieren al vecino llevando cada mañana los pibes al colegio, como los reducidores de esas mismas rutas que hacen de la Caminera una AFIP paralela con anuencia provincial: cinco controles en algo menos de 300 kilómetros incitan la benevolencia recaudatoria.
Puede darse que un Zimmerman sexagenario sea descendiente de dos desconocidos hermanos empresarios de Zapallar, secuestrados cincuenta años antes por el protagonista del ensayo que venías leyendo, cuando el tipo, aquel familiar, te alzó al pasar la rotonda hasta la ciudad que corona a Solari como capitán de otro tiempo.
Pero la ricota también se pudre: es en esa misma novela donde se tientan de actualidad inconclusa los mismos quilombos sociales de ayer.
"En las áreas algodoneras el cultivo de algodón es reemplazado por el cultivo de cereales, especialmente maíz y trigo, que requieren una menor cantidad de mano de obra y cuyos precios son más remunerativos. La consecuencia social de este proceso es la desocupación creciente y la aparición de villas miseria en los alrededores de las ciudades chaqueñas y santafesinas (...) La economía doméstica tradicional crea, así, nuevas ataduras con el mercado donde el indígena concurre periódicamente a ofrecer sus productos y cambiarlos por mercancías que la nueva sociedad ha hecho indispensables para al nativo".

Roberto Carri, "Isidro Velázquez: Formas prerrevolucionarias de la violencia".

miércoles, 14 de mayo de 2014

Ese vocablo


Una palabra -mística- que resuena tan intangible como su caprichosa existencia, como un legado "sobrenatural" que no soportaría, ni siquiera, la explicación racional más ordinaria; un modo, más necesario que común, para tratar de entender la lógica de eso que ocurre en un momento determinado, en algún lugar, con infinidad de situaciones. Quizás hasta sea más simplista: creer y alcanzar lo que parece imposible.
Se la puede buscar hoy mismo. Podría estar, lo sabrán ellos, en la afonía de los citizens de Manchester reimprimiendo la historia de una ciudad en eterno colorado; o, acá a la vuelta, en el Prado montevideano, a punto el Wanderers de Francescoli de dejar sin nada a los que siempre ganan todo por allá.
O resumirse en un abrazo; el genuino que nace de los golpes que más se recuerdan por dolorosos. Difíciles, pero nunca definitivos: son los que anuncian la victoria que más se disfruta. De eso se trata el reloj del día a día: la convicción para levantarse y revertir lo escriturado. ¿"Nunca hay que dejar de creer", era, no?
Aquel gesto de 2006, contra los mismos de siempre, aunque se antojen con colores, bandas y franjas, en direcciones opuestas.