miércoles, 8 de noviembre de 2017

Al hablar del ADN de Estudiantes...


Cuando Estudiantes perdió su primera final del profesionalismo, los medios -eran diarios y eran “nacionales”- condujeron linealmente el análisis: pese al 1-3 contra River, éramos los campeones morales, los que habíamos propuesto el subsidio romántico para los espectadores. El “lirismo”, aquella tarde y años antes también, se vestía con nuestros colores.
Estudiantes se fundía en aquella época, junto a unos pocos privilegiados, con la etiqueta eufemística de “la nuestra”. Dijeron que la Copa -fue la Competencia de 1932- mereció quedarse en La Plata y que éramos nosotros los nobles exponentes de lo que en los albores del profesionalismo se le reclamaba a “nuestro fútbol”. La propuesta fue nuestra… pero festejó River.
Eso era y fue Estudiantes en el fulgurante final del amateurismo y el inicio profesional. Un lustro de lujo (1928-32) que además incluyó un subcampeonato, dos terceros puestos y la mejor delantera del fútbol de AFA, siempre entre las más goleadoras (nos decían los gallardos “Profesores”) y vitoreada en cuanta esfera de formación de opinión del fútbol existiera. Teníamos tres goles de promedio por partido y al capitán del Seleccionado -un tal Nolo Ferreira- como emblema. Constituíamos el modelo a seguir “del fútbol que le gusta a la gente”, dignificábamos la pelota (sic), dábamos eso que llaman “espectáculo”.
Y así discurrieron los ’30, para dar lugar a la llegada de los iluminados años ’40, con el inicio de la supremacía - que hoy perdura- sobre Gimnasia en los derbis locales y con un equipo que en la mayoría de la década no dejaría de bajar de los primeros seis puestos; allí, junto a los “grandes”, estaba Estudiantes. Se ganaron dos copas (la Escobar y la República, en una final ante un poderosísimo Boca) y, ya con Gagliardo, Negri, Pelegrina, Arbios o Infante, la hidalguía romántica de “Los Profesores” había mutado de nombres, pero no de estilo. Con nuestras posibilidades, seguíamos a la vanguardia del fútbol que se jugaba en la esfera metropolitana (de “nacional” poco tenía aquella AFA) como cátedra del deporte bien jugado, de “nobles objetivos”. Si hasta inventamos la “rabona”, cuando en septiembre de 1948 un tal Beto Infante cruzó su pierna derecha detrás de la izquierda y la clavó al ángulo en 57 y 1 para que lo sufriera un sorprendido arquero de Rosario con los colores de Central.
La rabona, si se quiere el símbolo por antonomasia de ese supuesto “buen fútbol” que levantó una inequívoca bandera para enfrentarnos y ponernos en la vereda opuesta, es nuestra… Sí: nuestra. “La nuestra”. La rabona se hizo en 57 y 1.
Llegaron luego años sombríos. Se retiró parte de aquella camada dorada, otros fueron vendidos de la mano de la intervención que sufrió el club a principios de los ’50, y el descenso hizo el resto. Ni siquiera la rápida recuperación relanzó a Estudiantes a su lugar de siempre. Volvimos a Primera y el ‘55 inauguró una década en la que año a año contamos migajas para evitar la siempre latente caída a la B.
Pero la nostalgia de aquellos buenos tiempos no podían suprimirla. La escuela de la pegada excelsa, del fútbol de “galera y bastón” que habían fundado aquellos “Profesores” en el final de los ’20 y continuado los Infante, Pelegrina y compañía décadas después, seguía latiendo en ese aire sesgado del sentir patrimonial del fútbol criollo.
Continuamos latiendo y recreamos aquella forma. Pero mutamos. “Muta o mueras”, dice el léxico popular más lunfardo. Evitamos el descenso, sobre la hora, en un olvidable 1961; y la AFA nos dio el hándicap de anularnos el del ’63.
Ahí el click: tras años de pruebas con DT’s que obedecían al “riñón”, exjugadores “de la casa” que habían hecho historia en el Club (Zozaya, Viola, Negri, Antonio, Lauri, entre tantos), una dirigencia -Mangano a la cabeza- rompió ese patrón histórico y se fijó en un joven exjugador, de apenas 37 años, que llegaba de un breve y destacadísimo paso por… Atlanta. El quiebre refundacional de la historia de Estudiantes vino de la mano de un juninense de adopción porteña que poco tenía que ver con nuestra “escuela”; más bien nada…. ¿Herejía? No, evolución.
Mangano y Zubeldía pensaron y potenciaron, en el lugar exacto y a la hora indicada (en una de las tantas coincidencias no casuales que marcan la historia de Estudiantes), el trabajo grupal por sobre las formas y los moldes impuestos para, así de impensado, revolucionar de una vez y para siempre el status quo del fútbol nuestro. No era fácil: se propusieron llevar a los humildes al paraíso; adaptar por izquierda y de forma cooperativa, los métodos de estudio, el trabajo, el ensayo y error, para que un equipo de deportistas, “el todo”, sean mucho más que la suma de las individualidades y llegar al objetivo. Se obsesionaron por lograr, con laburo y humildad, una identidad única y tan propia como aquella de los años fundacionales para desterrar la hegemonía que tenían los que siempre lo ganaban todo… Fue la llegada al poder de los postergados de siempre.
Y lo lograron. Plasmaron y refundaron una escuela que perdura: la concientización de que el esfuerzo grupal podía suplir la pereza pícara de las individuales que solo la jerarquía de los “grandes” tenía por propio imperio económico. Tuvimos la “conciencia de clase” necesaria de saber qué hacer y de qué manera según el lugar que ocupábamos en la jerarquía futbolística. Estudiantes mutó por un objetivo de máxima y nos constituimos en una vanguardia de quiebre, que abrió un surco novedoso para la historia. Mutó, pero jamás cambió su identidad histórica, como no se cambian los colores ni los principios institucionales…
Ahí es cuando aparece la grieta. Y valen los apodos de los clubes como ejemplo: Boca, Estudiantes o Central, por citar algunos, le deben su mote de mayor identificación a la resignificación de la carga negativa del mensaje que el rival de siempre usaba para humillarlos. Por eso el orgullo del hincha de ser y llamarse “Bostero”, “Pincharrata” o “Canalla”.
De la misma forma que lo apodos, empezamos a constituirnos, a ser, a identificarnos, pero acá equivocadamente, desde la pesada lupa que ya no intuía romanticismo y gallardía en nuestras formas, sino simplemente un pragmatismo (malintencionado) cuyo único fin era ganar. Como si ésta no fuera la norma común a cualquier competidor en cualquier deporte. “Muta o mueres”, claro.
Nada había cambiado en nuestra identidad, de aquellos “Profesores” y el legado continuado de Infante, Pelegrina u Ogando, que ahora se resumían en los Verón, los Conigliaro o los Bocha Flores. Sólo se cometió el pecado de subir al ring, prepararse y disputarles la batalla… y ganárselas; con otras formas y otras búsquedas, pero siempre dentro del maniqueísmo propio de la ley y el reglamento.
Lo que sintetizamos en la charla de tablón con el improperio “empezamos a joder”; como tantos otros equipos que fundaron huella (no de nuestra trascendencia con la conquista única en Inglaterra) a lo largo de la historia y con quienes en la trinchera de la resistencia y el grito de guerra nos identificamos: el Ferro de Griguol, el Newell’s de Bielsa, el Vélez de Bianchi –o Clough y su revolución con el modesto Nottingham al que también etiquetaban de “antifútbol” porque no podían vencerlo- que aún sus supuestas “escuelas” fueron atravesados por la misma cuña estigmatizante: la de los “líricos” y cultores de cansina intelectualidad que se identificaron y se apropiaron de las formas y los métodos de trabajo y estudio que aplicaron los equipos de los que siempre renegaron. Como si el fútbol bien jugado (sic) tuviera una norma única, un programa unívoco y pudiera reconocerse desde lo estético. Vaya paradoja: si hasta el propio Rinus Michell -DT de la “Naranja Mecánica” y maestro de Cruyff- declaró en pleno Mundial del ’74: “¿El origen de lo que ustedes llaman el fútbol total?... Lo inventó Osvaldo Zubeldia en Estudiantes de La Plata”.
¿Cuál es Estudiantes, entonces? Vale preguntarnos…. ¿El oxímoron del “fútbol lindo”, lirismo que desde afuera nos quisieron imponer como principio de gallardía mientras otros disfrutaban los títulos bajo un inerte pretexto de mandato autocumplido en ‘20 y los ‘30? ¿El trabajo minucioso de laboratorio y el pragmatismo que impuso de cuajo Zubeldía y sus alumnos en los ‘60? ¿El fútbol de toque goleador de los ’70 que le disputó la gloria al River de Labruna; el bicampeón de los ochenta; o la última revolución de Sabella, que, en otra vuelta de tuerca, reinventó después de un equipo súper ofensivo de Simeone la mística del club en la era moderna?
Todos. Así fue como llegaron al club los Zubeldía, los Simeone o los Sabella, que aunque de pasado como jugador en el Club, su etiqueta y formación fue forjada en la escuela de River y Passarella…
Porque Estudiantes se nutrió, se nutre y se nutrirá de cada una de las “escuelas” para ampliar las marcas que lo identifican: el trabajo, la humildad, la minuciosidad y la voluntad -siempre con el grupo por sobre las individualidades- de no dejar nada librado al azar para llegar al objetivo, que es jugar mejor que el rival y ganarle siempre. Las tácticas, los esquemas y las formas, tres o cuatro en el fondo, o un mediocampo con o sin laterales, serán sólo una mera circunstancia de una estrategia global que nos identifica. Todas nos sirven y nos servirán si la dinámica del partido lo exige para ser mejor que el rival. Pragmatismo.
Lo interpretó y ejemplificó como nadie, nuestro último gran gurú, Sabella, en el 2010 victorioso. Con un plantel plagado de figuras fuimos el lugarteniente del “fútbol bien jugado”, la posesión de la pelota y la explosividad en ataque en el equipo subcampeón del Clausura mientras el “lirismo hegemónico” le colgaba esa bandera al Argentinos de Borghi. Y nos reinventamos tras la partida de Sosa, Boselli y otros: mutamos para constituirnos en “los cultores de la presión y el cerrojo defensivo” con el campeón del Apertura 2010 y el récord favorable de goles en contra. Fuimos de Guardiola a Mourinho en menos de seis meses… modesto ejemplo que resume parte de nuestra identidad y nuestra forma de ser adentro de la cancha.
Quizás el problema esté de raíz, en cómo la historia fue macerando, por etiquetas, una idea, poco acabada y errónea, sobre nuestro ADN y nuestra forma de ser. Quedamos presos, y reproducimos, una discusión enfocada en patentes usadas maliciosamente para contar un relato que se aleja de nuestros principios fundacionales. El “Animals”, el “bidón”, los alfileres, la viveza, son apenas una herramienta que usamos como bandera, “grito de guerra” y resistencia, en un momento oportuno, más como excepción que como regla. Y nada más. Es como el mote, decíamos: nos da orgullo ser “pincharratas” porque honrábamos a Montedónica cuando el “triperío” nos gastaba con el primer hincha de nuestra historia, que se la rebuscaba laburando para sobrevivir pinchando ratas en un mercado de la fundacional ciudad de La Plata.
Una buena pregunta, como cierre, y que alguna vez bien delimitó el periodista Walter Vargas: ¿por qué somos nosotros mismos los que alimentamos una apología del mal gusto sobre la identidad de nuestro club cuando siempre fuimos todo lo contrario?
Que lo inventen los que siempre nos combatieron porque les ganamos y los superamos.
Que para nosotros sea apenas un grito de guerra.
Y nada más.
 

jueves, 2 de noviembre de 2017

Del VAR al "Gol de la Casilla"

Entre las quejas que se multiplican por la eliminación de la Copa y el -bien/mal- uso del VAR, emerge el increíble recuerdo de hace 85 años, con incidencia arbitral y también a River como protagonista. Sucedió en La Plata, contra Estudiantes y durante el campeonato de 1932. Fue el “gol de la casilla”.
El Millonario, con Peucelle y Bernabé, ganaba 2 a 0 y Zozaya –delantero del Pincha- tomó un rebote cerca del arco rival. El disparo pegó en el travesaño, De Ángelis, el juez, notó que la pelota picó afuera y no lo cobró. Fue tal el reclamo de los jugadores y el público pincha, convencidos de que la pelota había entrado, que el árbitro suspendió el partido momentáneamente. Se retiró de la cancha y se refugió en el vestuario, las “casillas” de antaño.
La feroz “presión” de los dirigentes albirrojos dentro de la casilla torcieron la voluntad de De Ángelis, que al rato decidió volver, reanudar el partido y cobrar aquel gol de Zozaya que él aseguraba nunca había sido. El juego terminaría 3 a 3 y sería protestado al tiempo por los dirigentes de River. Pero nada cambiaría el resultado.
El “gol de la casilla” de los años '30, como el VAR de los tiempos modernos.