lunes, 31 de octubre de 2022

Ridruejo: el bucólico Entre Ríos del federalismo


En la puerta norte del Litoral, un templo de tradiciones pulperas fundado en 1933, en el departamento de La Paz. El icónico boliche se abre entre talas, ñandubays y espinillos, rescatando rituales de una provincia que supo ser un monte impoluto de frondosas especies

“De allá para acá, mandaron siempre los Etchevehere”.
Paisano, Víctor viene de largas leguas a caballo bajando desde Santa Elena; el ritual de siempre en los veranos sofocantes: practica un breve descanso e hidrata al animal a la vera del arroyo Feliciano, junto a la sombra que genera, a esas horas del mediodía, el viejo puente de hormigón con triple arcada que lo cruza sobre el asfalto a la altura del Paso Medina. Sólo cuando la lluvia lo impide, dice, deja el caballo y hace dedo a lugareños o turistas. Víctor es peón rural en la estancia lindante al Ridruejo, contará después y sumará anécdotas sobre el lugar homenajeado.
Poco menos de un mes atrás, la “patria” de Urquiza en la inminencia del Estado nacional había sido noticia -con vértigo de serie en capítulos- por una grieta capital dentro del clan Etchevehere a la que no le había faltado militancia de la agricultura familiar: herencia y sucesiones millonarias en litigio, inspirados por la única mujer entre cuatro hermanos de sangre en una familia que es sinónimo de Entre Ríos: su abuelo, Luis Lorenzo Etchevehere, fue gobernador y senador provincial en la década del ’30; más acá, Luis Miguel Etchevehere, uno de los tres hermanos varones, el ministro de Agricultura de la gestión macrista.
“De acá para allá”, repite y señala Víctor. Sube al estribo del caballo por el lado izquierdo y el “allá” sigiloso del campero es un imaginario de apariencia real, de su pulgar derecho, que se extiende hacia el noroeste, hasta la propia costa del río Paraná en el límite del departamento de La Paz, en la frontera con la provincia de Corrientes.


“Todo eso es de los Etchevehere”, parece exagerar para forzar la idea.
En esa Entre Ríos, sobre el kilómetro 40 de la ruta 6 en el paraje de Alcaraz, aparece, como posta ineludible, el almacén de los Ridruejo. Trece hermanos: doce varones y una sola mujer: María Luisa. El abuelo de ellos lo inauguró, más por convicción ideológica que por coincidencia de almanaque, un 12 de octubre de 1933. La ancha casona tiene chapas de zinc y un techo rojo a cuatro aguas que corona en una galería que invita a la sombra. La entrada muestra una reja imaginaria formada horizontalmente por seis firmes postes de ñandubay, separados a metro y medio y unidos por sogas de acero donde todavía se pueden atar caballos. Hay dos ventanas enrejadas a cada uno de los lados y en la alta puerta principal, la única, de madera y pintada de oscuro verde, resaltan los vidrios y postigos de toda posada de campo. El paso del tiempo se desnuda, también, por dos viejos carteles de Pepsi y Sprite tomados por el óxido que se ubican en el frente.
Uno de los letreros más llamativos, algo descolorido por el peso del sol de las mañanas, es el de “Memorias de Almacén”, el ciclo de homenaje y resguardo patrimonial que el gobierno entrerriano impulsó para los almacenes de campo que aún subsisten y forman parte de la historia cultural del pasado más reciente (ver video).
María Luisa vive hace décadas en el campo donde, a la vera de la ruta 6, el almacén está por cumplir 90 años ininterrumpidos urgiendo el paso del noroeste entrerriano: “Acá nacimos y vivíamos con mis padres. Y una con los años se fue acostumbrando a esta vida, a esto de la huerta propia, los animales, sembrar los campos: el almacén forma parte de todo eso. Por eso abrimos de corrido, incluso en la siesta donde atendemos si escuchamos algún aplauso que nos llama”, se ríe. “Es que a veces estamos en el fondo. Pero se oye cuando llega algún auto o camioneta”.


¿Qué pide la gente?, le repregunta al cronista, mientras atiende con paciencia rural, María Luisa, y sirve una tabla con fiambres y pan casero.
“Crudo y mortadela y siempre con queso. La picada es lo más tradicional. A veces hacemos empanadas. Y para tomar, desde vinos y cervezas hasta ginebras o cañas. El hombre de campo es muy tradicional”.
- ¿Y los turistas?
- Muchos frenan sin saber lo que se van a encontrar adentro, incluso porque este trecho del camino tiene muy cosas estaciones de servicio. Así que es común que nos pidan hasta agua caliente para el mate.
Narrar el bucólico interior del Ridruejo podría integrar un manual de estilo sobre decoraciones pulperas que se fueron atesorando con las costumbres del lugar cuando era un boliche de campo con extensión de ramos generales: viejas latas de galletitas –Canale, Bagley y varias marcas- de cuando se vendían sueltas de a cuarto kilo, herraduras, monturas y elementos característicos del jinete de campo, botellas de alcohol aún sin abrir de destilados fuertes, carteles de colección de cervezas y gaseosas de acá y de Uruguay, varias chapas patentes que son registro de la pérdida inexorable que devuelve la ruta, logos de YPF de cuando el lugar despachaba combustible y hasta una copia del edicto de 1860 sobre la llamada “Ley de Vagos” sancionada por la legislatura entrerriana en tiempos de Urquiza antes de Pavón, a semejanza de la norma de conchabo que reprimía al gaucho libre que no quería venderse al salario de miseria del patrón estanciero o ser obligado a listarse para luchar contra “el indio” en la frontera que aún dividía “civilizaciones y barbaries”.
El inciso 3 del primer artículo no dejaba franco para las dudas al clasificar a los “vagos” que, suponían, poblaban estos comercios en el siglo XIX: “Los que con renta, pero insuficiente para subsistir, no se dedican a alguna ocupación licita y concurren ordinariamente a casas de juego, pulperías o parajes sospechosos.”
Anochece con frío en el Ridruejo y aparece Víctor, ya con los ponchos a cuesta que llevaba sobre la monta en horas del mediodía. Ata su caballo y, desde afuera, le ordena a María Luisa, seco, una ronda de copas para los de las mesa. Y empieza a recitar, de memoria, versos completos del Martín Fierro frente al cuadro del edicto que perseguía a sus viejos colegas…

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en 90 Líneas.