Cuando Estudiantes perdió su primera final del
profesionalismo, los medios -eran diarios y eran “nacionales”- condujeron linealmente
el análisis: pese al 1-3 contra River, éramos los campeones morales, los que
habíamos propuesto el subsidio romántico para los espectadores. El “lirismo”,
aquella tarde y años antes también, se vestía con nuestros colores.
Estudiantes se fundía en aquella época, junto a unos
pocos privilegiados, con la etiqueta eufemística de “la nuestra”. Dijeron que
la Copa -fue la Competencia de 1932- mereció quedarse en La Plata y que éramos nosotros
los nobles exponentes de lo que en los albores del profesionalismo se le
reclamaba a “nuestro fútbol”. La propuesta fue nuestra… pero festejó River.
Eso era y fue Estudiantes en el fulgurante final del
amateurismo y el inicio profesional. Un lustro de lujo (1928-32) que además
incluyó un subcampeonato, dos terceros puestos y la mejor delantera del fútbol
de AFA, siempre entre las más goleadoras (nos decían los gallardos
“Profesores”) y vitoreada en cuanta esfera de formación de opinión del fútbol
existiera. Teníamos tres goles de promedio por partido y al capitán del
Seleccionado -un tal Nolo Ferreira- como emblema. Constituíamos el modelo a
seguir “del fútbol que le gusta a la gente”, dignificábamos la pelota (sic), dábamos
eso que llaman “espectáculo”.
Y así discurrieron los ’30, para dar lugar a la
llegada de los iluminados años ’40, con el inicio de la supremacía - que hoy
perdura- sobre Gimnasia en los derbis locales y con un equipo que en la mayoría
de la década no dejaría de bajar de los primeros seis puestos; allí, junto a
los “grandes”, estaba Estudiantes. Se ganaron dos copas (la Escobar y la
República, en una final ante un poderosísimo Boca) y, ya con Gagliardo, Negri,
Pelegrina, Arbios o Infante, la hidalguía romántica de “Los Profesores” había
mutado de nombres, pero no de estilo. Con nuestras posibilidades, seguíamos a la
vanguardia del fútbol que se jugaba en la esfera metropolitana (de “nacional”
poco tenía aquella AFA) como cátedra del deporte bien jugado, de “nobles
objetivos”. Si hasta inventamos la “rabona”, cuando en septiembre de 1948 un
tal Beto Infante cruzó su pierna derecha detrás de la izquierda y la clavó al
ángulo en 57 y 1 para que lo sufriera un sorprendido arquero de Rosario con los
colores de Central.
La rabona, si se quiere el símbolo por antonomasia de
ese supuesto “buen fútbol” que levantó una inequívoca bandera para enfrentarnos
y ponernos en la vereda opuesta, es nuestra… Sí: nuestra. “La nuestra”. La
rabona se hizo en 57 y 1.
Llegaron luego años sombríos. Se retiró parte de
aquella camada dorada, otros fueron vendidos de la mano de la intervención que
sufrió el club a principios de los ’50, y el descenso hizo el resto. Ni
siquiera la rápida recuperación relanzó a Estudiantes a su lugar de siempre.
Volvimos a Primera y el ‘55 inauguró una década en la que año a año contamos migajas
para evitar la siempre latente caída a la B.
Pero la nostalgia de aquellos buenos tiempos no
podían suprimirla. La escuela de la pegada excelsa, del fútbol de “galera y
bastón” que habían fundado aquellos “Profesores” en el final de los ’20 y
continuado los Infante, Pelegrina y compañía décadas después, seguía latiendo
en ese aire sesgado del sentir patrimonial del fútbol criollo.
Continuamos latiendo y recreamos aquella forma. Pero
mutamos. “Muta o mueras”, dice el léxico popular más lunfardo. Evitamos el descenso,
sobre la hora, en un olvidable 1961; y la AFA nos dio el hándicap de anularnos
el del ’63.
Ahí el click: tras años de pruebas con DT’s que
obedecían al “riñón”, exjugadores “de la casa” que habían hecho historia en el
Club (Zozaya, Viola, Negri, Antonio, Lauri, entre tantos), una dirigencia -Mangano
a la cabeza- rompió ese patrón histórico y se fijó en un joven exjugador, de
apenas 37 años, que llegaba de un breve y destacadísimo paso por… Atlanta. El
quiebre refundacional de la historia de Estudiantes vino de la mano de un
juninense de adopción porteña que poco tenía que ver con nuestra “escuela”; más
bien nada…. ¿Herejía? No, evolución.
Mangano y Zubeldía pensaron y potenciaron, en el lugar
exacto y a la hora indicada (en una de las tantas coincidencias no casuales que
marcan la historia de Estudiantes), el trabajo grupal por sobre las formas y
los moldes impuestos para, así de impensado, revolucionar de una vez y para
siempre el status quo del fútbol nuestro. No era fácil: se propusieron llevar a
los humildes al paraíso; adaptar por izquierda y de forma cooperativa, los
métodos de estudio, el trabajo, el ensayo y error, para que un equipo de
deportistas, “el todo”, sean mucho más que la suma de las individualidades y
llegar al objetivo. Se obsesionaron por lograr, con laburo y humildad, una
identidad única y tan propia como aquella de los años fundacionales para
desterrar la hegemonía que tenían los que siempre lo ganaban todo… Fue la
llegada al poder de los postergados de siempre.
Y lo lograron. Plasmaron y refundaron una escuela que
perdura: la concientización de que el esfuerzo grupal podía suplir la pereza
pícara de las individuales que solo la jerarquía de los “grandes” tenía por
propio imperio económico. Tuvimos la “conciencia de clase” necesaria de saber
qué hacer y de qué manera según el lugar que ocupábamos en la jerarquía
futbolística. Estudiantes mutó por un objetivo de máxima y nos constituimos en
una vanguardia de quiebre, que abrió un surco novedoso para la historia. Mutó,
pero jamás cambió su identidad histórica, como no se cambian los colores ni los
principios institucionales…
Ahí es cuando aparece la grieta. Y valen los apodos
de los clubes como ejemplo: Boca, Estudiantes o Central, por citar algunos, le
deben su mote de mayor identificación a la resignificación de la carga negativa
del mensaje que el rival de siempre usaba para humillarlos. Por eso el orgullo
del hincha de ser y llamarse “Bostero”, “Pincharrata” o “Canalla”.
De la misma forma que lo apodos, empezamos a
constituirnos, a ser, a identificarnos, pero acá equivocadamente, desde la
pesada lupa que ya no intuía romanticismo y gallardía en nuestras formas, sino
simplemente un pragmatismo (malintencionado) cuyo único fin era ganar. Como si
ésta no fuera la norma común a cualquier competidor en cualquier deporte. “Muta
o mueres”, claro.
Nada había cambiado en nuestra identidad, de aquellos
“Profesores” y el legado continuado de Infante, Pelegrina u Ogando, que ahora
se resumían en los Verón, los Conigliaro o los Bocha Flores. Sólo se cometió el
pecado de subir al ring, prepararse y disputarles la batalla… y ganárselas; con
otras formas y otras búsquedas, pero siempre dentro del maniqueísmo propio de la
ley y el reglamento.
Lo que sintetizamos en la charla de tablón con el
improperio “empezamos a joder”; como tantos otros equipos que fundaron huella (no
de nuestra trascendencia con la conquista única en Inglaterra) a lo largo de la
historia y con quienes en la trinchera de la resistencia y el grito de guerra
nos identificamos: el Ferro de Griguol, el Newell’s de Bielsa, el Vélez de Bianchi
–o Clough y su revolución con el modesto Nottingham al que también etiquetaban
de “antifútbol” porque no podían vencerlo- que aún sus supuestas “escuelas”
fueron atravesados por la misma cuña estigmatizante: la de los “líricos” y
cultores de cansina intelectualidad que se identificaron y se apropiaron de las
formas y los métodos de trabajo y estudio que aplicaron los equipos de los que
siempre renegaron. Como si el fútbol bien jugado (sic) tuviera una norma única,
un programa unívoco y pudiera reconocerse desde lo estético. Vaya paradoja: si
hasta el propio Rinus Michell -DT de la “Naranja Mecánica” y maestro de Cruyff-
declaró en pleno Mundial del ’74: “¿El
origen de lo que ustedes llaman el fútbol total?... Lo inventó Osvaldo Zubeldia
en Estudiantes de La Plata”.
¿Cuál es Estudiantes, entonces? Vale preguntarnos…. ¿El
oxímoron del “fútbol lindo”, lirismo que desde afuera nos quisieron imponer como
principio de gallardía mientras otros disfrutaban los títulos bajo un inerte pretexto
de mandato autocumplido en ‘20 y los ‘30? ¿El trabajo minucioso de laboratorio y
el pragmatismo que impuso de cuajo Zubeldía y sus alumnos en los ‘60? ¿El
fútbol de toque goleador de los ’70 que le disputó la gloria al River de
Labruna; el bicampeón de los ochenta; o la última revolución de Sabella, que,
en otra vuelta de tuerca, reinventó después de un equipo súper ofensivo de
Simeone la mística del club en la era moderna?
Todos. Así fue como llegaron al club los Zubeldía,
los Simeone o los Sabella, que aunque de pasado como jugador en el Club, su
etiqueta y formación fue forjada en la escuela de River y Passarella…
Porque Estudiantes se nutrió, se nutre y se nutrirá
de cada una de las “escuelas” para ampliar las marcas que lo identifican: el
trabajo, la humildad, la minuciosidad y la voluntad -siempre con el grupo por
sobre las individualidades- de no dejar nada librado al azar para llegar al
objetivo, que es jugar mejor que el rival y ganarle siempre. Las tácticas, los
esquemas y las formas, tres o cuatro en el fondo, o un mediocampo con o sin
laterales, serán sólo una mera circunstancia de una estrategia global que nos
identifica. Todas nos sirven y nos servirán si la dinámica del partido lo exige
para ser mejor que el rival. Pragmatismo.
Lo interpretó y ejemplificó como nadie, nuestro
último gran gurú, Sabella, en el 2010 victorioso. Con un plantel plagado de
figuras fuimos el lugarteniente del “fútbol bien jugado”, la posesión de la
pelota y la explosividad en ataque en el equipo subcampeón del Clausura mientras
el “lirismo hegemónico” le colgaba esa bandera al Argentinos de Borghi. Y nos
reinventamos tras la partida de Sosa, Boselli y otros: mutamos para
constituirnos en “los cultores de la presión y el cerrojo defensivo” con el campeón
del Apertura 2010 y el récord favorable de goles en contra. Fuimos de Guardiola
a Mourinho en menos de seis meses… modesto ejemplo que resume parte de nuestra
identidad y nuestra forma de ser adentro de la cancha.
Quizás el problema esté de raíz, en cómo la historia
fue macerando, por etiquetas, una idea, poco acabada y errónea, sobre nuestro
ADN y nuestra forma de ser. Quedamos presos, y reproducimos, una discusión enfocada
en patentes usadas maliciosamente para contar un relato que se aleja de
nuestros principios fundacionales. El “Animals”, el “bidón”, los alfileres, la
viveza, son apenas una herramienta que usamos como bandera, “grito de guerra” y
resistencia, en un momento oportuno, más como excepción que como regla. Y nada
más. Es como el mote, decíamos: nos da orgullo ser “pincharratas” porque
honrábamos a Montedónica cuando el “triperío” nos gastaba con el primer hincha de
nuestra historia, que se la rebuscaba laburando para sobrevivir pinchando ratas
en un mercado de la fundacional ciudad de La Plata.
Una buena pregunta, como cierre, y que alguna vez bien
delimitó el periodista Walter Vargas: ¿por qué somos nosotros mismos los que
alimentamos una apología del mal gusto sobre la identidad de nuestro club cuando
siempre fuimos todo lo contrario?
Que lo inventen los que siempre nos combatieron porque
les ganamos y los superamos.
Que para nosotros sea apenas un grito de guerra.
Y nada más.