martes, 15 de diciembre de 2015

Minutero de Viaje


Marielitos
“Mira, Yico… si después al tiempo empezó a aparecer por la costa lo que quedaba, nomás, de los que no habían podido llegar del otro lado…”.
Llevamos (¿cuánto?: ¿diez, quince minutos?) de amistad con Alejandro. Así es acá: cordialidad y sociabilidad por sobre de todo. Los cinco del grupo que nos quedamos estamos sobre la dársena de salida al aeropuerto que desemboca en la estrecha avenida que bifurcacon el distribuidor de acceso a La Habana. Sobre la izquierda se estacionan los taxis “oficiales”, mayormente amarillos y negros. Se mezclan con los “boteros”, los Mercury y Chevrolet de la primera yema de los tiempos revolucionariosque, hoy reciclados con motores de automotrices orientales,sirven servicios alternativos de transporte. Uno de esos gestiona la familia de Alejandro.
El silencio de la madrugada, en esa zona alejada del centro histórico, permite notar los cuchicheosde las charlas de alrededor: los dos empleados del “rentacar” ya sin clientes; la joven de una de las dos casas de cambio que los turistas abordan, sin excepción, apenas pisan Cuba; y los “boteros”, los choferes particulares que “parquean” sobre el ingreso al aeropuerto y se autohabilitan las dársenas, debajo de la arboleda de palmeras, para subir pasajeros sin interferir con el servicio de los taxis oficiales.
Andar “boteando”, manejar un bote americano de los ’50, es uno de los tantos “rebusques” de los cubanos para llegar al peso convertible que se dinamiza con el ingreso del turismo en la Isla: el “cuc”, el equivalente del euro y el dólar norteamericano. Es uno de los laburos de Alejandro y el padre. Mientras su hijo ficha turistas pasajeros que serán momentáneamente “amigos invitados” en territorio cubano para lidiar con el control oficial del aeropuerto, su viejo, ese hombre de espíritu adolescente envidiable, maneja el auto hasta el Hotel Tritón de La Habana, donde nos hospedaremos hasta el sábado.
Alejandro se sentará durante toda la charla en cuclillas, casi delatando el estado de ansiedad de los cubanos que trabajan del y para los extranjeros. La charla se cortaráantes de que subamos al taxi del padre, después de hora y pico, cuando vuelve al principio de todo y hace un intento por imaginar aquel día de “Mariel”; ese “permiso” efímero de la Revolución para salir de la Isla a todo aquel que lo quisiera.
“No son 90 millas, mira: hoy, al primer cabo para quedarse hay menos de 50 y ya ahí puedes ser visto con las balizas y te pueden llevar hasta la costa del otro lado”, dice Alejandro. La costa, ese “otro lado”, Norteamérica. Dice que ya ni piensa en eso y, uno cree, en realidad, que jamás lo pensó como posibilidad cierta y que es apenas un argumento para seguir la charla con los ocasionales amigos argentinos: exhibe con orgullo su título intermedio de ingeniero, mantiene una familia y espera al padre para terminar el viaje que le dejará los 50 convertibles en dólares por apenas dos horas de trabajo.
Eso que le dicen: “el rebusque”.


Mundo paralelo
Las mañanas son al “desayuno caribeño”. Así lo venden los dos o tres carteles, escasos y casi invisibles, que cuelgan en el ingreso del salón donde también se puede cenar desde las siete de la tarde. El almuerzo en la Isla, parece, es nada más que una costumbre de latinos latitud argentina. Y un adhesivo plotea los vidrios en la puerta de entrada: “Aquí se sirve…”.
Los exhibidores de comida forman un semicírculo que uno camina al entrar, de izquierda a derecha, por delante de las mesas que están en un contiguo salón imaginario sin que ninguna pared los separe; sólo unos largos muebles con base de madera y sus manteles decorativos.
Melón, ananá, banana, jugo, panes salados, huevos revueltos o fritos, panqueques para rellenar con ensaladas o salchichas ahumadas, se combinan con las clásicas facturas dulces o el café fuerte, como se lo toma en todo el Caribe. El café se ofrece en una vieja maquinita expendedora, que mezcla el chocolate, el café con leche y el agua caliente, para un eventual té o, en nuestro caso, el mate.
Pasó el lunes, pasó el martes, también el miércoles. Nos acostumbramos al aroma oscuro del agua para mate con esa inevitable y ya bienvenida pérdida del café de la máquina, que hace que, a la distancia, la Rosamonte que trajimos de Argentina tenga algo más de sabor.
“Mejor, si ahora allá los chinos la venden cada vez más seca”, promulgó alguien en una de esas tantas mañanas.
Tenía razón. Le pusimos “matefé”.



Res

Una de las tantas cosas es esa propensión del cubano a iniciar un camino casi detectivesco sobre los modos y usos de "la carne de res", cada vez que uno le confirma que, sí, que es argentino, y la pregunta al inicio del diálogo se hace inevitable por apariencia, gestos y lenguaje.
Lo mismo en ese último viaje de vuelta hacia La Habana, iniciático para descubrir las interminables formas que muta el ser humano para autoregularse lo que, en apariencia, no está permitido o, directamente, puede estar prohibido sin ejercicio a la queja.
Carlos me subió en el cruce de Santa Clara. Manejaba una camioneta negra de los '80, cargada de cajas y botellas. No me llevó a dedo ni tampoco lo buscaba. Pero era la manera más rápida para llegar evitando los colectivos del Viazul con turistas. Esos que se consolidan, para los poco inquietos, como la única forma de trasladarse de oeste a este: en Cuba, una ley obliga a todo particular que circula por rutas nacionales a llevar personas que esperan transporte. Un agente los frena y el conductor accede. Es obligatorio. Y sin costo; o cómo maximizar los recursos del Estado, que son los de todos; la nafta, también.
Las botellas, me cuenta, las venderá en un par de mercados durante la semana de estadía en La Habana. Un rebusque más de los tantos cuentapropistas autorizados por el Estado que se las ingenian para sumar dinero al poco peso del sueldo, en valores convertibles, por su puesto de ingeniero civil en lo que sería un equivalente a Vialidad Nacional local.
Por la mitad del camino, me señala unas matas.
"¿Ves los pastos altos?".
Respondo que sí, casi obligado por cordialidad a seguir una conversación que desde la misma pregunta parecía no tener rumbo.
"Siempre muuuy a título personal...", sonríe sin perder el humor del día a día. Sostiene el volante con la derecha, gira la cabeza y me mira: "... los administradores de los campos las usan para esconder a la vaca grande cuando está por tener cría. Cuando el ternero nace, matan a la madre y lo crían escondido ahí mismo entre los pastos. Cuando está un poco crecida y los controles del ministerio hacen el recuento de cabezas, finca por finca, no van a poder notar la diferencia. Pero ya se comieron la vaca".
Y ríe de nuevo: "Ustedes comen la res casi todos los días. Acá te pueden dar casi tantos años como al matar a un tipo. Siempre muuuy a título personal esto que digo".

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