miércoles, 19 de diciembre de 2012

La abuela de Nazareno


Por arriba y por abajo, desde el borde del asfalto, se olía calor. Venía de comprar el Página que en la tapa inmortalizaba parte de la historia contemporánea: un coreano saqueado la tarde anterior en la puerta de lo que sería insignia de la década por venir: los súper chinos.
Era un mediodía más.
Movimientos, trabajadores, muchos estudiantes postergando la vuelta al pago, militantes, de los clasistas y los reformistas -como definían aún ahí los primeros a los segundos-, juntos como nunca antes. Contra lo que se escribiría, la sensación policlasista dominante negaba la imagen excluyente de clase media y cacerola como vanguardia de la inminente rebeldía: el enemigo, ese verano, a esa hora aún sin muertos, vestía para todos un mismo uniforme. Consecuencia directa del final de ese día inquisidor de diciembre, no volvería a suceder.
De la primera fila llegaban los coros de los que llevaban la bandera grande: blanca, letras negras, desplegada horizontal a la altura de las rodillas. No había manera, ese 20 cuando amanecía la tarde, de disciplinar o regular nada. Todo se precipitaría: al es-ta-do-de-si-tio, clamaban, se lo meterían en el orto.
Se había acordado concentrar y caminar alrededor de la plaza. La "plaza" en La Plata es la San Martín; la del homenaje a Walsh; la que diez años después sigue descansando, sin embargo, a O'Higgins. La consigna era caminar y movilizarse: cualquier actitud que denotara movimiento. La decisión oficial de la noche anterior prohibía las reuniones.
No alcancé a percibir el principio de la Reacción, que impaciente de actuar avanzó sobre la puerta de Gobernación por 54. Dimos algunas vueltas por las calles y retrocedimos. Estaciona en la memoria un diálogo corto, una insinuación que sólo era un monólogo de orden, de varios milicos con algunas de las Abuelas o Madres que encabezaban la patriada. Instaban a desconcentrarse.
Fueron apenas unos minutos de distracción buscando el kiosco de la diagonal: Jijiji; un agua; una gaseosa. Se dispersó la vista por un póster
de Boca campeón en Japón, apenas enganchado y agitado por el viento que formaba la contracorriente de las puertas; y un pibito, de seis o siete años, con una excedida camiseta de Racing (un talle L voluntariamente obsequiado del cajón de algún hermano mayor) con la que días después, pese a todo, festejaría la vuelta olímpica de su equipo. La madre lo apuraba y no escuchaba. A esa edad y ante vital elección, la cabeza permite evitar o desoír ciertos contextos extremos: crema y chocolate, cucurucho o helado de agua.
Al volver, la fila se había desintegrado, saturada de corridas; las primeras, por 6 hasta Plaza Rocha. El refugio más cercano era la Facultad de Trabajo Social, que, se presumía, quedaría con las puertas abiertas. Los separaban más de diez cuadras.
Todavía apretaba en la mano derecha la botella sin pagar de minutos antes. El grupo grande subió por la rambla de 60. La avenida no estaba cortada. Aún ésto, no circulaban ni autos ni colectivos. Llegaron a 11 y doblaron. A mitad de cuadra, hacia 62, se asomó una señora, bajita, la edad necesaria para ser abuela, de un pasillo angosto con portón verde.
- "No pueden entrar, acá, de ninguna manera. Sigan (brotó un silencio brevísimo de duda)... los están mirando de ese auto".

Era un Fiat de chapa blanca, síntomas de recién pulido. Jamás retuvo el modelo.
La chica que lo acompañaba por casualidad de huida llevaba una remera clara. Decía "Hijos".
La mujer con edad para ser abuela y una vecina que llegó del primer piso, insistieron en sacarlos de ese pasillo que permitía evitar el presente. La pareja de ocasión ignoró palabra sobre el ocasional refugio.

Fue cuando la mujer lo sumergió en otro tiempo: era la que de pendejo, insistente, patrona de cuadra, los echaba -ese era su barrio, el de jugar al fútbol contra las paredes de la vereda con Diego, Manuel, Carlitos o Nazareno- a patear a la Plaza Tacuarí. Idéntica, años después, la vio con su hija y unas cacerolas del Campo en 7 y 50.
Era la mamá de Nazareno.

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