martes, 5 de abril de 2022

Malvinas


Lo primero que huelo con Malvinas es el puré: la papa pisada apenas con un tenedor, sobre un deforme y rayado plato violeta de plástico, mezclada con leche y manteca. Casi nunca caliente.
La razón detrás de ese enfriamiento prematuro, pensaba ya de grande y en tiempos no tan adolescentes, era que el almuerzo tibio aceleraba los tiempos regulares de la ingesta. De esta forma, la que decía ser "mi seño" terminaría más rápido con aquel trauma. También podía tratarse de un pequeño cuidado hacia los nenes disfrazados en prolijo celeste, de esa primera salita de jardín, para que no se quemaran al comer. Pero esta hipótesis quedaba siempre descartada, por mi, por su poca fidelidad con la realidad.
Es que jamás comí ese puré. Ni tampoco pude volver a comer otros. Ni comidas que tuvieran esa consistencia y estuvieran salpicadas con eso que tanto repelo como mezcla: leche y manteca.
La edad, además, lacera como aguja hipodérmica en el tamiz de la memoria. Vivencias de energías mensurables que inoculan recuerdos y configuran infancias y adolescencias. Traumas, karmas, algo así, explican ahora en términos "de psiquis".
Por eso, por la edad, nunca llegué a relacionar Malvinas con el escaso recorrido de las sinonimias hegemónicas que contextualizaron esa guerra: el Mundial de Fútbol de España con Menotti, Maradona y todos los otros habilidosos compañeros de equipo que, decían, nos harían bicampeones mundiales; o la marcha de sindicalistas y laburantes de los días anteriores al desembarco en las Islas, para echar a los milicos, en el enclave porteño de manifestación: la Plaza de Mayo.
No: nunca pude; naturalmente, por eso de la edad. Estaba por cumplir cuatro años, que se celebrarían el mismo día de la rendición. Los recuerdos de amiguitos y velitas son más gratos y posteriores.
Y, entonces, Malvinas siempre será ese puré. Ese jardín de avenida 7 casi 62 con nombre de prócer. Y esos almuerzos obligados de papa pisada con sabor a nata y manteca tibia que me negaba a comer, cerrando la boca con quejas de capricho, aunque la que se hacía llamar "la seño", no sin ayuda de superiora, intentara infructuosamente metérmerlo a la fuerza. Y las arcadas posteriores: era el olor de la papa, la manteca y la leche, todo pisado y tibio. Todo el puré que ni a los 40 pude volver a comer.
Y llegaba mi abuela, la checoslovaca que siempre tenía un strudel de manzanas a mano, o mi vieja, Pity, a buscarme. Y yo corría hasta la vereda, siempre salpicada de agua por la irreverencia de las baldosas acanaladas de color ocre, abrazando el aire para contarle todo lo mala que era la maestra que se hacía llamar "la seño". La joven que siempre será una señora, por decantación generacional lógica, que enseñaba en pleno Proceso y zamarreaba a mis compañeritos para que comieran ese puré de papá, manteca y leche que también era su trauma. Como su vida: tibia y violenta como el puré que me hacía llorar y me daba arcadas en ese invierno de 1982.

No hay comentarios.: