Para los desconocidos que pasan por la puerta, es una simple vivienda con una placa de bronce que en el frente homenajea al club “Tranviario Automotor”. La leyenda está adentro: a minutos de la Catedral, en 50 casi 21, un comedor de los de antes
“Decilo así… que para mí es el secreto de todo esto”, me interroga
con abundancia de gestos el Manteca, mientras se seca parte de la frente con un
trapo. Me lo dice un mediodía de esos de calor y chicharras prendidas, comunes
a cualquier enero platense. Suenan fuerte, las chicharras, en el patio donde el
calor del asado combate cualquier brisa de aire.
El trapo con el que también se seca los brazos, es un repasador
que apoya religiosamente en la mesadita que tiene al lado de la parrilla, donde
hay dos o tres cuchillos de distintos tamaños, algún vaso con agua o vino y
hielo y un paquete de sal. Me insiste, entonces, y lanza su secreto, la llave en
forma de fraseo del tesoro del bodegón: “La carne cara, es la más barata”. Lo
miro: “Como escuchás: siempre es así. Los que vienen lo saben”.
Desde afuera, nada da indicios de que en esa casa de 50
entre 21 y 22, con puerta blanca de hoja doble y dos ventanas con rejas a cada
costado, transpira el bodegón más céntrico que hoy tiene La Plata; a una cuadra
y media del polo gastronómico que fue creciendo en plaza Malvinas, a minutos de
la Catedral, ahí adentro, tan oculto como misterioso, aparece la leyenda que
muchos oyeron de boca en boca: “Lo del Manteca”.
La casa tiene cerámicos naranja en el frente y una única
identificación, de bronce, a la altura del marco superior de los ventanales. Es
una placa de 1952: “Asociación D. S. y M. Tranviario Automotor”: Deportiva,
Social y eme, intuimos, de Municipal.
Es que de la mano del bodegón con parrilla y minutas que
funciona adentro, emerge el club de bochas fundado, en pleno auge comercial del
transporte, por los viejos choferes de tranvías de la empresa “La Nacional” en
los terrenos que a principios del siglo XX -época fundacional de la ciudad- pertenecían
a la familia Tettamanti. Todo estaba en la zona: la sede de la empresa
funcionaba en la vieja casona del actual Colegio de Agrimensores (51 entre 20 y
21); y los talleres tranviarios, en los galpones de ladrillo a la vista que hoy
se usan como depósito de chatarra de Control Urbano, en 49 entre 20 y 21. Si
algún “Pincha” con conocimiento de historia llegó hasta acá con la lectura, de
seguro habrá detenido en el apellido Tettamanti: sí, el mismo que le cedió a
Estudiantes parte de esos terrenos, al fundarse el club en 1905, para que jugara
de local en el descampado donde hoy se levanta la plaza Malvinas.
Lo primero que se ve al entrar al club, pese a la tenue luz
que acompaña la bienvenida, es un mueble marrón con estanterías donde se lucen
viejos trofeos de conquistas de los tranviarios, la mayoría de bochas. El
espacio funciona como una casual sala de espera. Tiene un banco largo de madera
y un semipúblico celeste y verde de Telefónica, aún en uso, donde lo único que
resalta es el número de una remisería amiga, escrito con fibra negra para
llamar cuando la noche se hace madrugada y manejar es un mangar para el tubito
de alcoholemia de los de afuera.
De ahí al salón principal, donde hay una barra y el grueso
de las mesas, se llega haciendo equilibrio por un pasillo amplio que apila
botellas vacías de Vasco Viejo y Norton y vacíos cajones de cervezas. A un
lado, se esconde la cocina que expulsa las minutas y las fritas, papas
deliberadamente cortadas en largas tiras y anchas como en los bodegones de
antes; y a la derecha, el emblema del lugar, la cancha de bochas que es la otra
excusa de unión social adentro del famoso “Tranviario”.
Las noches, de martes a sábado, pueblan la barra amigos
bebedores –casi todos mayores de 50- que relatan anécdotas entre vasos de
Gancia con limón, algún Fernet con Cinzano y muchas cervezas, en especial cuando
el calor pide algo fresco que no sea agua con hielo. Entre los gritos y el
bullicio, el Manteca va y viene del patio del fondo con la bandeja llena de
chorizos y morcillas -pacientemente cortadas en porciones según la cantidad de
comensales exacta de cada noche- y unas cuantas tandas más de pechito de cerdo,
costillar de hueso grande, vacío y tapa de asado para los que optaron por el
menú fijo parrillero.
La comida y la atención no tienen complejidades: los días
clásicos son aquellos en los que el “Mante” prende la parrilla (jueves y
viernes, mediodía y noche, y los sábados al mediodía) y cobra un menú fijo de 350
pesos que incluye papas fritas, ensalada mixta (cebolla, tomate y verde), carne
de ternera y cerdo, como si fuera un tenedor libre: comés hasta “reventar”. Antes,
los martes de noche, la semana gastronómica se inicia con una tanda de pollo
con guarnición; y los miércoles repite, pero la carne muta de pollo a pescado
frito, siempre con papas, ensalada o puré, a no más de 200 pesos por persona.
Me insiste el Manteca, fanático futbolero que no esconde su
afinidad por el Olimpo bahiense y defiende el origen bonaerense y seleccionado
de sus carnes y achuras: “Acordate de eso siempre: la carne cara siempre es la
más barata”.