"Cena en Edgardo, lo más clase B. Cabezas de jíbaro, amigos y Fernet..." ("Lluvia dorada", Sergio Pángaro, 1999)
Cierra "Lo de Edgardo", un bodegón histórico del barrio Meridiano V. Crónica de una de las últimas noches, entre canciones de Sergio Pángaro, mesas al tope y las exquisitas milanesas rellenas con papas y huevo frito
Cierra "Lo de Edgardo", un bodegón histórico del barrio Meridiano V. Crónica de una de las últimas noches, entre canciones de Sergio Pángaro, mesas al tope y las exquisitas milanesas rellenas con papas y huevo frito
Quizás, con los años, la estampa de Edgardo (la que ves
acá: pantalón negro y bastón obligado en mano por un prontuario de lesiones de
su paso juvenil por las inferiores de Estudiantes) bajando del auto, ayer, después
de estacionarlo a las apuradas sobre el empedrado manchado por unas pocas hojas
secas, forme parte de alguna antología urgente sobre lo que era el barrio que
todavía resiste los cambios más abruptos; sobre lo que era Meridiano V y, más aún,
sobre lo que era La Plata en esta porción de 71 entre 17 y 18 que hasta esta
noche seguirá detenida en el tiempo como la máquina de divagar en el pasado
jamás inventada, salvo en la ficción de McFly o en alguna distopía de
literatura occidental.
Fue la anteúltima vez, ayer viernes, que Edgardo Ricci pasó
la puerta de "su" casa para abrir el bodegón que es el surco inevitable
de Meridiano V. Lo es desde los tiempos en que todavía el Provincial cruzaba
camino a Mira Pampa por los andenes que hoy decenas de pibes usan para jugar
sábados y domingos. Sello de tres generaciones de platenses durante seis
décadas: abuelos, padres y nietos, como en estas últimas y eternas noches de
febrero, compartieron mesas entre este centenar de cuadros, camisetas y fotos
que hacían de "Lo de Edgardo" un restaurant con un museo de vida latiendo
en cada rincón.
Si bien, puertas adentro, Ricci hace (me resisto a conjugar
en pasado) inocultable su pasión por Estudiantes y la camiseta blanca de
Aguirre Suárez usada en Manchester se distingue entre tantos emblemas, no
faltan los recuerdos acumulados de cientos de clientes: banderines de Olimpo o San
Carlos, viejas glorias en remeras de Cambaceres y Aldosivi, tics de
automovilismo y otros deportes, botellas de marcas ya inexistentes, mulitas
embalsamadas, frascos reciclados para amontonar antiguas monedas y siempre un
tango de fondo saliendo vaya uno a saber de qué grabador (no, acá nada de mp3 o
Spotify). Un archivo de memorias en poco más de 80 metros cuadrados, que suma,
en un rinconcito, las famosas cabezas de jíbaro, tradición de la tribu shuar
amazónica.
Hay un brevísimo letrero fileteado sobre la ventana
izquierda que lo sintetiza todo, de piel y de alma: "No nos queremos
parecer a nada más que a Meridiano V". Lo firma el propio Ricci, que ya
cuenta 80 y desde los veintipico, como ladero de su padre, comandó el negocio
(el viejo Bar Americano) que compraron con la indemnización después de que los
despidieran del Provincial con el desguace del Plan Larkin, en el ’61.
La frase es un aforismo de guerra que sirvió para resguardar
este secreto bien platense de los vientos modernos que "santelmizan"
estos refugios como si el mercado gastronómico fuera un molde uniforme para
copiar y pegar. Ni siquiera la letra que lo hizo popular entre los porteños, del
Sergio Pángaro de Baccarat ("Lluvia dorada", 1999), amigo de la casa
y cliente fiel en su etapa de estudiante y músico platense, pudieron doblegar
la costumbre de antaño de este lugar. Acá la estirpe de transformación a la San Telmo pierde por goleada. Y es
el propio Edgardo el que te lo remarca en cada sobremesa, como si su pasado
como ferroviario del Provincial reviviera cada noche para dejar en claro las
coordenadas obligadas a respirar al entrar al bodegón.
Las persianas americanas apenas dejan ver, desde adentro, el
cartel manuscrito que es el único señuelo para los que vienen de afuera y desconocen lo que en el interior se esconde, sobre todo porteños y turistas que llegan
atraídos por las sugerencias gastronómicas de suplementos dominicales:
“Restaurant Edgardo”. Sencillito, escrito en rojo, letra cursiva. ¿Para qué
más?
El lugar tenía otras características propias. Eran mandatos
irreductibles de Ricci, condiciones que, salvo contadas excepciones para amigos
y fieles, cumplía a rajatabla aunque
los costos fueran perder un nuevo cliente ajeno a esas reglas: un horario
rígido de apertura, donde él o alguno de los ayudantes te recibía detrás de la
ruidosa cortina de metal; y la puerta siempre con llave, como una casa abierta
al público curioso que caminaba por la 71 pero restringida para los pocos
elegidos que aceptaban los “marcos legales” que su dueño imponía.
Hubo una época, no tan lejana pero más cerca en el tiempo a
ese 1977 que vio pasar el último ramal del La Plata-Avellaneda, donde Meridiano
V sólo era el barrio de la estación abandona del Provincial. Un par de bares de
antes, con tragos ligeros y baratos, como el de 18 y 71 o el aguantadero de La
Copetona, en 17 entre 70 y 71; y “Lo de Edgardo”, claro. No mucho más. No había
centros culturales, ni cervecerías de venta rápida, ni negocios pintorescos con
comida al disco donde la radicheta y el berro son “colchones verdes”. Era el
empedrado, la estación del TALP a San Isidro, esos pocos bares y las milanesas
rellenas, con papas y huevo, que sólo se comían en lo de Edgardo Ricci. Las que
comimos anoche por última vez.
De eso no se vuelve. Hoy es la última chance de cortarlas y
ver caer el queso tibio entre el doble bife de carne. A eso le vamos a decir
nostalgia, desde el domingo, en el catálogo de anécdotas platenses.
* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en Tuco.
* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en Tuco.
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