miércoles, 29 de junio de 2011

Y el planeta perdió el equilibrio


El grande de Córdoba fue siempre Taaaaalleres. No por convocatoria ni destino natural, y aún siendo fundado varios años después que Belgrano. Fueron los equipos de la segunda mitad de la década del '70 los que formatearon por años a la "T" en esa dirección.
Incluso también, y es digno de mención, siendo el Cele el primero en mediar en los Nacionales representando a la provincia. Pero las buenas campañas y la constancia de su clásico en el mano a mano con los grandes de Buenos Aires, transformaron el deseo en obligación: Córdoba, la de la prosperidad agropecuaria, el desarrollo industrial, metalúrgico y automotriz, la estabilidad laboral y luego el Cordobazo, se debía el título. Y Talleres era la matriz necesaria para redimir, de una vez, los logros que Santa Fe ya había obtenido atada a los fuertes de Rosario y el Interior: Central y Ñuls.
Córdoba no podía ser menos. Debía y no podía: 4to. en el '74; semifinalista en el '76 y el '78, apenas eliminado por River e Independiente; 3ro. en el '80; ni siquiera arrodillando a los Rojos, de local, en la Boutique y con todo a favor, la noche que ocho fueron más que once y el empate con trucos de Bertoni y Bochini privaron a la provincia del título oficial que a nivel nacional nunca llegaría.

Farré, de celeste, como Ghiggia en el Maracanazo, y el gol del histórico empate en River

Talleres era sinónimo de Córdoba. Valencia, Galván y Baley representaban a la Selección en mundiales consecutivos. Y hasta la AFA reconocía esos méritos y lo ascendía vía decreto a los torneos que los porteños jugaban anualmente, ese Metropolitano luego constituído como el certamen oficial de Primera. La mano que también beneficiaría a Instituto y Racing al poco tiempo. Nunca a Belgrano.
De allí, especulemos, la sinonimia con los piratas. Belgrano (el Celeste, como el mar que navegaban los corsarios), el excluído de la fiesta grande, fue forjando su propio cuento, como aquellos que le ganaron el mote popular al club a fuerza de buscar, en terrenos aledaños a su prehistórica cancha, los materiales necesarios para jugar los días de partidos: alambres, varillas y postes. "Pirateadas" que, narra la historia, contaba con la inequívoca devolución de cada uno de los elementos al terminar cada match.
Muecas del fútbol, todo lo pirateaban menos algo: el decreto de privilegio triplicado para sus vecinos, el original, no traia la contraseña. Optó, entonces, por el camino más largo.
Córdoba se mostraba con el trío conocido: Talleres, Instituto y Racing, que hasta se le animó al desafío de aquel estigma provincial trepando a la definición del Nacional '80 ante Central. Hasta que los Piratas llegaron. Primero en 1991, eliminando a Banfield en la definición del Reducido que lo ponía en Primera tras años de grises y lo cruzaba, trascendente como aquello, con su primo de la "T" pero en versión color. Aquel Celeste vestido de Topper y Yastá en el pecho, el de medias y pantalones negros, de Sodero, Heredia, Luis Sosa, Spallina y Monserrat; el Diablo, el de la Selección, campeón en San Lorenzo y... en River.

Como Boca y Estudiantes en la Libertadores, Belgrano tuvo su "descapocable"

Se fueron y volvieron. Del '96 a 1998, con las finales ante Aldosivi; las reválidas ganadas frente Quilmes en 2000 y 2001; y el que era su último regreso tras el descenso de 2002, con los dos partidos de la compinche Promoción venciendo a Olimpo en el invierno de 2006.
Hubo tercera. Y fue la vencida. La más difícil. Pero perpetua, inocua, indeleble. No alcanzó contra Racing y Central, cerca, ahí. Otra vez ahí. Y de nuevo el estigma. La ruleta de rivales lo cruzaba, apenas por nombre esta vez, con la peor de las encrucijadas.
"¿Será de dio', cuuuuuliaaao? ¡Racing, Rooooosario... ahoraaaaaa River!". Sentir vital de cualquiera de sus hinchas. Era cara o cruz, contra el grande de los grandes, el que nunca había descendido.
Hubo momentos para ello, dos, tiempos en el que los planetas parecieron acomodarse como siempre decretó la historia del fútbol argentino: el penal que dibujaba un Pavone confiado, duro, aguerrido, dispuesto al gol y la posterior goleada, que quedó apenas en eso, tirito y manos de Olave; o el huidizo mano a mano de Pereyra, lejos de su picante apodo para definir, que terció el recuerdo de Bustos en Avellaneda, cuando a poco estuvo de enmudecer 36 meses antes como el Monumental.
El final integra desde hace horas los libros de las mejores hazañas, esas que más cuestan y, por consiguiente, más se disfrutan; como los labios esquivos que alguna vez dejan de resistirse. Y allí Belgrano, que encuadernó su página más trascendente de eso que, azaroso, dieron en llamar lo más importante de los menos importante de la vida. Ni ellos deben tener noción del desequilibrio causado.

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