viernes, 23 de diciembre de 2022

Una muestra en modo "Campeón del Mundo"

La exposición “Pasión de multitudes” se estrenó de la mano del reciente tricampeonato mundial del Seleccionado; un recorrido por la historia del fútbol argentino de AFA en homenaje a los 130 años del primer campeonato organizado en suelo criollo, a cumplirse en 2023; hasta el mes de agosto, en el Museo Histórico Nacional

Si hubo desafíos para productores y curadores de la muestra, pocos como saber que la imponente instalación tenía fecha de inauguración a días de la finalización de la Copa Mundial de Fútbol de Qatar; sin saber el resultado final y sin saber que, detrás de esa decisión, podía jugarse -¿por qué, no, en un pueblo tan atado a dejarse atraer por costumbres que denoten éxito?- la suerte esquiva, cábala mediante, de una muestra homenaje.
La exposición que se exhibe en el Museo Histórico Nacional, en la esquina de Caseros y Defensa del Parque Lezama de Buenos Aires, es un paneo exhaustivo de objetos, figuritas, imágenes, camisetas, pelotas de todas las épocas y archivos gráficos y sonoros del fútbol nacional. Comienza con el puntapié de fines del siglo XIX, de la mano de los entusiastas inmigrantes ingleses que introdujeron la novedad británica como trabajadores del ferrocarril, su auge inmediato como fenómeno de masas en la transición de la etapa amateur a la profesional, hasta nuestros días. Hay allí varias fechas sustanciales: 1867, cuando se organizó el primer partido de fútbol en el campo del Buenos Aires Cricket Club (terrenos del hoy Planetario); 1893, temporada del primer campeonato oficial reconocido por la hoy Asociación del Fútbol Argentino; o 1902, icónica marca de la primera temporada en la que un combinado nacional argentino disputó un partido de fútbol contra un seleccionado extranjero: Uruguay. Argentina, huelga decirlo, tiene, después de los británicos, la segunda liga oficial de fútbol masculino más antigua del mundo...
La exposición, que lleva la curaduría de Daniel Sazbón, Ayelén Pujol, Gabriel Di Meglio y el equipo curatorial de la Dirección Nacional de Museos, contempla una línea temporal que se inicia con dos icónicas camisetas del pionero multicampeón argentino –Alumni- de la primera década del siglo XX, gigantografías de ídolos populares de la época amateur como Jacobo Urso (San Lorenzo), Guillermo Stábile (Huracán) o Roberto Cherro (Boca Juniors) y una legendaria camiseta azul y blanca a rayas verticales finas, de Sportivo Barracas, que hoy sería producto insano del llamado vintage.
Luego de una breve introducción sobre las anclas fundacionales del fútbol oficial en suelo argentino y su auge como espectáculo y fenómeno social en la extendida cultura nacional, al ingresar al salón central, los fondos documentales de incalculable valor patrimonial se exhiben en orden cronológico, con stands ubicados por décadas. Hay botines de antaño, antiguas pelotas de tiento o la moderna “Al Hilm” que la FIFA utilizó recientemente en Qatar; y una gran cantidad de camisetas, donadas en su mayoría por altivos coleccionistas privados, de ídolos como el "Loco" Houseman, Bochini, Francescoli, Riquelme o el multigoleador moderno Martín Palermo, entre tantos otros. También se puede ver el primer y legendario galardón que instauró la AFA –la Copa Campeonato- con cada una de sus placas metálicas, anexadas en su base de madera, incluyendo los nombres de los clubes campeones de Primera División desde los títulos del Lomas Athletic en 1893.
Pero, sin dudas, y al calor del fervor popular que explotó con más de cinco millones de personas en los festejos porteños de la tercera estrella mundial, el espacio reservado a la historia de la Selección Argentina conlleva la multitud de miradas. Se pueden ver camisetas de todas las épocas, como aquella azul eléctrico Le Coq que usara José Luis Brown en México 1986 hasta la de Lautaro Martínez en la Copa América, también victoriosa para Argentina, de 2021. Y en el fondo, coronando el sector, las fotos icónicas silueteadas de los tres capitanes campeones del mundo levantando la copa más buscada: Daniel Passarella, Diego Maradona y -¡desde este último domingo!- Lionel Messi. Nada más actual ni convocante para no perderse una muestra que es historia y puro presente, a sólo una semana del título mundial que esperó ¡36 años!
En otro sector, ya en el subsuelo, hay una sala que ensaya la relación histórica de este deporte de extracción popular con el poder político, la prensa y su injerencia en la cultura argentina. Aparecen fotos que homenajean a hinchas con reconocimiento masivo, como “La Raulito” y “La Gorda Matosas”, relatores radiales, periodistas y medios gráficos que fueron decisivos en la creciente masividad de este deporte desde la década del ’20 del siglo pasado.
Entre los anexos destacados que conforman la exposición, en un puesto de diarios de color verde especialmente montado para esta muestra, se exhibe un amplio abanico de revistas y diarios de casi un siglo: desde El Gráfico, fundada en 1919, Goles o la icónica Alumni, pasando por el primer número del diario deportivo Olé, de mayo de 1996, en cuya tapa aparece un gol de Hernán Crespo, por entonces delantero de River. Y entre viejas radios y televisores, una cabina audiovisual nos devuelve relatos y gritos de gol de momentos históricos como la final contra Alemania de 1986 y el agónico esfuerzo, coronado con el premio mayor, de Burruchaga. Ya habrá tiempo para repetir la moción con el último relato histórico de Víctor Hugo Morales, el domingo pasado para Radio Nacional, cuando Montiel convirtió el penal decisivo de la Tercera.

Una muestra para Pinchas y Triperos
Además de las colecciones privadas, fue fundamental el aporte de los distintos departamentos de Investigación, Archivo y Museo de los clubes argentinos que conforman el grupo de “Historia AFA”.
El Museo de Gimnasia y Esgrima La Plata contribuyó, entre otras, con el sillón que usara Maradona durante su última etapa como entrenador tripero y la antigua arcada de ingreso al estadio del bosque platense. También se puede apreciar un modelo de camiseta Adidas, manga larga, que usara el Mellizo Guillermo en la Copa Centenario 1993, o la icónica gorra de Timoteo Griguol con una propaganda de pastas caseras.
Por el lado de Estudiantes, la subsecretaría del museo oficial aportó una ventanilla de las boleterías del viejo estadio de madera de 1 y 55 y la camiseta que usara Juan Sebastián Verón la noche de su retiro, en la Copa Libertadores 2017, contra Botafogo de Brasil. En otro sector, se luce la campera color beige que usaba Alejandro Sabella en la Copa Libertadores 2009 u otra Topper de Carlos Bilardo, de sus años como DT pincharrata, junto con su cámara, la videocasetera y la Betamax con los que preparaba tácticamente los partidos.

(*) La muestra “Pasión de multitudes” se exhibe hasta agosto de 2023, de miércoles a domingo, en el Museo Histórico Nacional, Defensa esquina Caseros, Buenos Aires.

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en 90 Líneas.

sábado, 19 de noviembre de 2022

Raúl Gaggiotti: vida de un bohemio platense


De raíces italianas, multinstrumentista, pero aferrado desde siempre a la marca hereditaria de su padre: el bandoneón. Viajó por América, grabó para EMI con su gran creación: “Los Cuatro Soles”, fue disco de oro. Generaciones de platenses se unen hace décadas en las noches de tango de “Lo de Raúl”, trazo de identidad local en el salón del barrio La Loma

Gaggiotti hace una pausa y mira con sus 80 años hacia el centro de una mesa del salón. Le suena el whatsapp del teléfono que tiene sobre la mesa. Se intuye que es uno de los proveedores.
“Ya estoy, ya estoy”, le contesta, apurado, con un audio, ante la insistencia de los que están esperando afuera, en la puerta del garaje, que es la entrada más grande que tiene el salón de 23.
Gaggiotti se levanta y aclara, desde lejos, ya rumbo a la puerta: “Es como siempre digo: en todo esto hay mucho celo, ¿viste?. Por eso no me quiere nadie – ríe, abre el portón y cumple con el llamado.

Un tano de apellido Gaggiotti
Raúl Gaggiotti nació en La Plata el 8 de mayo de 1942, en la casa que sus padres habían empezado a construir en un terreno de su barrio de siempre: La Loma. Cuando tenía cinco años, su padre italiano había logrado cierto bienestar económico, era un próspero cuentapropista y parte del comercio taller lo tenía en esa misma vivienda que habitaban. Así, su padre pudo solventar la llegada de dos de sus seis hermanos, desde Italia hacia Argentina, después de la Segunda Guerra. Otras subjetividades: 1947.
Ahora, ya en 2022, siendo las 21 de uno de los tantos sábados de agosto y, del lado opuesto de una casa de 43 casi 23 donde vive el músico Raúl Gaggiotti, se empieza a imantar una prolija fila con los habitués de todas las edades que coronan los fines de semana en las noches del salón “de Raúl”. El músico toca en minutos…
¿Quién es Raúl Gaggiotti? Para muchos, no sin sintonía fina generacional, un tanguero que sube a un bucólico escenario, construido sobre un improvisado altillo, cada martes y sábado que suenan boleros, milongas y tangos en la profundidad de un galpón de 23 entre 43 y 44 del barrio de La Loma, en la capital bonaerense; para otros, el músico que tiene el salón de baile más legendario de La Plata; para muchos más, el que le dio nombre y concepto a aquel grupo de los ’70: “Los Cuatro Soles”. Un hombre de 80 años con historias que van y vienen entre las diagonales de la ciudad.
“Con mi hermano, Ángel, siempre fuimos aprendices de mi papá, que era mecánico electricista. Mi viejo era muy inteligente. Vino de Italia, solo, con apenas 18 años. Lo primero que hizo fue trabajar en los hornos de ladrillo de la zona de Las Quintas. Así empezó. Pero enseguida descubrió, leyendo un aviso de un diario, que podía estudiar radio por correspondencia; a distancia, bah, como dicen ahora. Entonces, logró que un panadero amigo, de esos que por esa época repartían la mercadería a caballo, le llevara los deberes que hacía mientras estudiaba de noche. Así los completaba y se los entregaba. Mi papá no tenía tiempo ni para salir: en esos hornos, se trabajaba de sol a sol, de corrido y con comida incluida. No se descansaba nunca. Y, como era por correspondencia, el panadero le levantaba la tarea cada semana y la dejaba en alguno de los buzones de la zona”.
La memoria de Raúl Gaggiotti le hace gambeta a la fragilidad y ancla en la segunda mitad de los ’30. Mientras trabajaba de hornero, cuenta que su padre italiano –llamado Ángel, como su otro hijo y hermano de Raúl- leyó un aviso gráfico de la casa Richard Radio, un negocio de la comercial diagonal 80 de aquella época. Ofrecían empleo para cubrir un puesto: “Se necesita armador de radios”, decía el escueto recuadro del diario.
“Mi papá se mandó, nomás, y se presentó”, se embarca Raúl. “Y, como ya tenía el curso de electrotécnico aprobado, quedó. Arreglaba una radio por día. No paraba nunca. Además, de noche, cuando terminaba la jornada, ayudaba a varios amigos que ya tocaban música, como Angelito Scatolini. Era toda gente del barrio, de acá de La Loma”, gesticula Gaggiotti y memoriza encadenando gestos hacia la esquina de calle 22, en la inmensidad ahora vacía de su salón. “Es que varios de esos ñatos que se fueron haciendo amigos de él, tocaban el bandoneón, en fiestas, con distintas orquestas que se iban formando. Algo muy usual en ese momento. Entonces a mi viejo se le dio también por el fuelle y por empezar a estudiar música de a poco”.
Mucho antes del nacimiento de Raúl, su papá Ángel ya se había afincado en La Loma. Invitado por Scatolini, con el que había cultivado una hermanada amistad, se mudó a la casa de esta familia, en la zona de 28 y diagonal 73. Hasta que con la estabilidad económica del empleo en Richard Radio y varias changas, como arreglar emisoras, planchas o hacer instalaciones eléctricas de manera particular como cuentapropista, logró dar con un terreno para construir una pequeña casita, en 22 y 42. “La gente hacía cola en la casa de mi viejo. Era como una novedad para todo el barrio tener un negocio así”, exagera Raúl.
Para ese entonces, el tano Ángel Gaggiotti ya había conocido a quien sería su futura esposa y mamá de Raúl: María Lóbero. Fue mientras tocaba el bandoneón en modestos eventos de Hernández y La Cumbre. Lo había contratado una numerosa familia de esa zona rural para que hiciera trabajos de electricidad en un galpón; la familia quintera del futuro abuelo de Raúl Gaggiotti, que tenía ocho hijas mujeres. Una de ellas, María, conocería a Ángel mientras completaba las changas en esos galpones de las afueras de La Plata.
“Mi viejo iba a esa casa en Hernández y se quedaba mucho más tiempo del que tenía para trabajar. Era porque se había enganchado con mi vieja y no quería perderla. Trabajaba lento para quedarse”, confiesa. Y vuelve a reir en largas carcajadas que parecen, también, actuar como catarsis.

La infancia en La Loma
Contra esa amnesia tan irremediable como característica de las primeras infancias, Gaggiotti recuerda con precisión de orfebre.
“Mi papá, Ángel, ya había dejado el empleo en Casa Richard y pudo conseguir otro terreno. Fue para la época en que llegó el primero de mis tíos desde Italia, como dije, después de terminada la guerra. Quedaba por la ruta 2, cerca de lo que hoy es Estancia Chica. Mi viejo seguía tocando el bandoneón y se presentaba en vivo en algunos lugares. Además, mientras estudiaba, me enseñaba a tocar a mi. Salía con él, tocaba… Y yo tenía 5, 6, 7 años: nada más. Siempre fui muy apasionado de todas esas cosas que hacía al lado de mi papá: la radio, los transformadores, los parlantes, la mecánica de autos, la música. ¡Mirá mis manos!”, señala y gira su palma derecha para que se vean las marcas negras indelebles que se forman cuando uno mete cuerpo dentro de algún motor. “Y todavía sigo, eh. Pero, bueno, en esa época uno se entretenía así: también iba a otra quinta que mi familia había conseguido por La Cumbre, donde se producía de todo. Hacíamos chorizos, había chanchos: usábamos hasta las uñas de los animales para comer. En mi familia sabían de todo: cómo hacer la siembra, cómo criar animales. Todo aprendido de Italia. Yo estuve desde muy chico rodeado de toda esa cultura, de todas esas costumbres. Y mi mamá, María, también había adoptado todo eso”.

La orquesta de Delbueno
Criado en La Loma, Raúl Gaggiotti fue a la primaria en la Escuela 19 “General José de San Martín” de 22 y 41. No podía ser otra. Después llegarían sus temporadas en el Colegio Industrial y, con 20 años, se le abriría la primera ventana en grandes ligas: fue convocado para sentarse con uno de los bandoneones en la multiorquesta de Tango Moderno de Horacio Delbueno. No recuerda cómo, pero ahí llegó. Tocaron en innumerables clubes de La Plata, Buenos Aires y la Provincia y, ya siendo quinteto, se presentarían durante una temporada en el programa Casino Phillips, que se emitía por canal 13. Ciclo que, entre otros, supieron conducir consagrados del medio como Juan Carlos Mareco. Era 1962 y Raúl Gaggiotti, además, había entrado en la colimba, justo en el año de la interna militar entre Azules y Colorados en el gobierno de facto de José María Guido.
“Tocábamos mucho, ¿ves?”. Gaggiotti señala un cuadro en blanco y negro de agosto de 1965, formado, él, con el quinteto de Delbueno en el programa de canal 13 al lado del violinista de la orquesta que usaba nombre artístico: Jorge Durán; sí, el mismísimo Jorge Pinchevsky…
“Pero yo ya sentía que la gente no quería el tango de siempre, el tango clásico. Entonces, como estudiaba ingeniería electrónica en el Industrial, me puse a fabricar mis propios instrumentos porque acá no llegaban los equipos importados. ¡Un loco!, je. Y así arrancamos. Primero fue una guitarra eléctrica, con madera: sacaba las escalas de las notas, y la distancia que debía haber entre las cuerdas, algebraicamente, con logaritmos y análisis matemáticos. Con un compañero hicimos esa guitarra y el bajo, el mismo que está ahí (Raúl interrumpe la entrevista, se levanta y mira hacia el escenario del altillo donde está el instrumento: “Ese: ¿se ve?”) y usé toda la vida. Y, además, como mi papá trabajaba con radios viejas en la reparación, tomaba los parlantes, de esos grandes de las radios que todavía funcionaban con bobinas, los uníamos y armábamos una pantalla gigante, de madera, para tener sonido amplificado”.
- ¿Te ayudaba tu viejo?
- Y, sí: siempre. Él sabía muchísimo de electromecánica. Sabía de todo. Muy inteligente- insiste.

De Hierba a Los Soles
“Y ahí el tango se quedó, ¿viste? Sentía eso. Y encima El Club del Clan lo cambiaría todo”, proyecta Gaggiotti, trazando una tangente a la segunda mitad de la década del ’60. Cerrar con el quinteto de Delbueno fue la inyección vital para orientarse a otros ritmos e instrumentos. Llevaba años en el bandoneón, que aprendió desde niño viendo y escuchando a su padre Ángel, y bifurcó hacia sonidos melódicos. Comenzaba la etapa de la primera formación con “Los Cuatro Soles”, con Raúl en bajo, su reciente creación artesanal. Pero el inicio no fue el esperado.
“Formamos ‘Los Cuatro Soles’ junto a un muchacho que estudiaba, conmigo, ingeniería en el Industrial: Leonardo Camacho. Beto Orlando trabajaba, en ese entonces, en una zapatería de calle 6, Azari, y empezó a venir con nosotros porque el cantor original nos había fallado una noche. Tenía una vocecita rebuscada, Beto, pero quedaba muy bien. Ahí se nos dio por tocar y recorrer pueblos y ciudades de la zona. Salíamos con mi camioneta y cargábamos todos los equipos ahí. Era una Chevrolet Apache, que sigo teniendo. La habíamos armado con mi hermano y mi papá, equipada con una caja para poder cargar todos los equipos. Siempre todo lo hacíamos nosotros, ¿viste?, acá en el taller de 22 entre 42 y 43”, remarca sin falsa modestia: “Gaggiotti siempre fue negocio, je. Teníamos hasta la camioneta para hacer el flete y llevar los equipos. Y la camioneta nunca fallaba porque la había armado yo. Y, si se rompía algo, lo arreglábamos nosotros. Siempre fui negocio para todos”.
Gaggiotti hace silencio y vuelve a mirar con complicidad. Ríe. No habrá respuesta en la que no sintetice lo que para él es una comunión familiar vital que siempre existió a su alrededor para apoyar sus proyectos e ideas, como quien necesita revalidar, ante el curioso de afuera, lo que se ganó en vida. Padre, madre, el hermano, su mujer, los hijos, nietos. Todo queda en familia.
“Nos estaba yendo muy bien con ‘Los Soles’. Y así, un día, llegamos finalmente a Odeón porque nos habían convocado para grabar. Pero el sello nos quiso imponer otro baterista para que no registrara el nuestro, que era un morochito al que le decíamos Quique. Ellos grababan con conjuntos profesionales y después superponían, encima, la voz principal del cantante. Los sellos se manejaban así. Y yo me negué, porque quería registrar con la formación original: la que era nuestra, con la que veníamos tocando juntos en La Plata. ‘No voy. Pero el nombre dejalo’, le dije a Beto. Pero ellos ya lo habían registrado en la etiqueta. Los tipos, vivos: yo había trabajado por toda la zona, en Mar del Plata, en la Provincia, ya éramos conocidos. Y así vendieron discos más fáciles. Se quedaron con el nombre ¡Fui un tarado! No tenía esa habilidad para desconfiar. Y Beto se quedó y grabó…”
Esa formación original era Quique Pellegrini, en batería; Raúl Gaggiotti, en bajo; y Edgar Burgos, en guitarra. Así nacería el “Grupo Hierba”, del desprendimiento original de Raúl Gaggiotti con su nombre emblema de los Soles; y de la separación de Alberto Orlando Otero: “Beto Orlando”. En Hierba, la voz la tomó un platense de la localidad de Olmos: Néstor Rivero. Lo cuenta el propio Rivero en su biografía, en una web que creó durante su larga estadía en España: “Mi elección profesional era llegar a ser abogado. Sabiendo cuál sería mi futuro, trabajaba y estudiaba. Mientras tanto y sin buscarlo, música, guitarra y canto, siempre estaban conmigo, en cualquier reunión, festejo o invitación. Y así, a finales de los sesenta, me encontré formando parte de un conjunto local de mi ciudad –‘Grupo Hierba’- como cantante y guitarrista”.
“Pasaba que iban a ver a ‘Los Cuatro Soles’ en vivo y no me encontraban. ‘Raúl, no te vimos’, me decían. Y yo les contaba que estaba trabajando, que por eso no había podido ir. ¡Mentira! Si lo pienso ahora, fue una discriminación total. La gente iba a verme, pero no me encontraba. Cantaba Beto Orlando y el resto de la banda era la que había puesto Odeón para grabar”, se lamenta, no sin bronca, Gaggiotti.
Entre 1970 y 1972, “Los Cuatro Soles” registraron dos discos sin los miembros originales que venían haciendo la carrera en vivo (“Canta Beto Orlando” y “Los Cuatro Soles y Beto Orlando”). Pero Orlando comenzó enseguida su carrera solista, dejó el grupo y ahí se reabrió la posibilidad para que Gaggioti retomara la dirección en “Los Cuatro Soles”. Junto a Néstor Rivero -guitarra y voz como en conjunto Hierba-, Alberto Camiña –batería- y José Ernesto –bajo- grabaron el primer LP en 1973 (“Con el calor de Los Cuatro Soles). En 1975 llegaría el éxito (“Nunca más podré olvidarte”) que les daría cifras de disco de oro, ya con Joselé, El Españolito, en voz. Y, entre 1977 y 1978, registrarían “Amémonos esta noche” y “Distinguidos”, con un nuevo cantante: Osmar Allende.
“Yo ya tocaba el órgano, el mismo que sigo usando ahora en ‘las noches de Raúl’, acá en el salón. También lo fabriqué yo, eh, como las guitarras y el bajo. Nos citaron, entonces, para ir a grabar a Odeón y firmé contrato en 1973. Néstor también firmó conmigo, pero después de grabar el primer disco le propusieron empezar la carrera solista. Ahí llegó Joselé para reemplazarlo: ‘José Cañete Aranda’, se llamaba. Viajamos a México, a Estados Unidos. Fue cuando tuvimos el éxito del corte de ‘Nunca más podré olvidarte’. Ya ‘Los Cuatro Soles’ eran muy conocidos y famosos en México. Por eso yo me había propuesto, cuando terminara el contrato con Odeón, irme a hacer música, boleros, tangos y grabar allá. Quería firmar con otra compañía. Pero nunca lo pude hacer. Eso de ‘la letra chica’ del contrato me perjudicó y se terminaron quedando con el nombre del grupo, aplicándome una cláusula que desconocía. Me despojaron del nombre, literalmente. Duramos unos años más tocando, mientras avanzaba el juicio y el sello formó otro conjunto de ‘Cuatro Soles’, que grababa y salía a hacer vivos. Lo gracioso era que la gente iba a verlos y preguntaba por mi: ‘¿Pero si yo contraté a Gaggiotti?’, decían. ‘¿Dónde está, Raúl?’ Me conocían a mi: yo tengo un nombre, ¿viste?”

De Los Soles a La Corchea
La justicia terminaría fallando a favor de EMI-Odeón varios años después: Gaggiotti ya no podía presentarse, tocar ni grabar bajo el seudónimo de “Los Cuatro Soles”. Era principios de los ’80. Se cerraba una etapa, germinaba su carrera solista como “cantantorquesta” y la idea siempre latente de abrir un salón musical para continuar el legado.
- Y ahí empezó tu etapa de multinstrumentista…
- Claro. Tocaba todo solo: el órgano, el bandoneón, la guitarra, acompañado nada más que por un baterista, de nombre Miguel Velasco. Hacíamos tropical, cumbia, boleros, tango: de todo. Pero pasó el tiempo y también me propuse empezar a cantar. Aprender. Y, ya a mediados de los ’80, sería 1984, fui a tomar clases de canto en el Teatro Argentino con Mario Monachesi, que también había sido director del teatro, maestro de escuela italiana y encargado del Coro Estable. Fueron casi seis años de estudio para llegar a cantar lírico como ahora, que tengo 80 y la voz perfecta. Nunca me quedé afónico. Jamás, ¿viste? Y a Monachesi lo impacté.
Gaggiotti tuvo, en esa década del ’80, una breve participación artística junto a Raúl Fernández Guzmán (Shériko), el autor de “Es tiempo de alegrarnos”, hitazo de los ’70 que llegó como canción a las tribunas del fútbol argentino hace décadas. Se juntaron los dos y dejaron registro: “Un musiquero de ley”.
La placa de la puerta identifica al indisimulable salón de 23 entre 43 y 44 como “La Corchea Melódica”, la última creación de los Gaggiotti. Pero, para todos, la síntesis tiene tres vocablos: “Lo de Raúl”. Una construcción de cinco lotes originales que la familia fue comprando con los años para seguir ampliándolo. “Todo dinero que gané con la electricidad, ¿viste?”, se apura en aclarar.
Empezó en 1988 siendo un pequeño reducto, en el sector central del galpón actual, con espacio para un selecto grupo del ambiente. Pero con los años lo fueron extendiendo hasta lograr la habilitación definitiva: “Es que se llenaba siempre. Siempre, eh: todos los días. De jueves a sábado, con los jueves para ‘la tercera edad’ y después con baile, tropical, cumbia, milonga. Ampliaba el salón y más se llenaba. Siempre un éxito. Por eso, hará 15 años ya, empecé a abrir los martes y sumar para que sea el día de las milongas y el tango. Además, yo ya era ciudadano ilustre gracias a la gestión de Alak…”
¿Pero qué es “Lo de Raúl”? “Tiene un aura de contraseña conocida y cercana que circula de boca en boca entre cierto mundillo universitario. Una milonga que sorprende por ese aire ineludible de cruza entre sociedad de fomento y la sensación de tiempo detenido, con sus telones oscuros y las guirnaldas sumado a la inmensa pista; y la ronda, en su momento, coronada con la voz de Ángel Vargas y jóvenes bailarines alternando con parejas más entradas en años, pero con idénticas ganas de abrazarse y caminar el circuito. No hay en la ciudad algo parecido a ‘Lo de Raúl’, por su mixtura de públicos, entre aquellos que codifican el código del tango tradicional y aquellas generaciones más nuevas que lo resignifican. Ver sonar en vivo al bandoneón de Raúl es una de las atracciones que hacen de su milonga un clásico perdurable”, apunta el periodista Mario Basiuk, especializado en música y ritmos tradicionales.
Gisela Magri es compositora, docente, antropóloga y habitué del popular salón desde hace décadas: “Siempre fue un emblema de La Plata. Una forma de entrar en un universo paralelo donde es validada y aceptada la coexistencia de esos mundos: lo bizarro, lo solemne, lo diverso, lo popular y lo formal. Todo junto. Esas tandas interminables de tangos, arriba del buffet sobre esa suerte de plataforma-terraza musical, con toda su familia acompañando: no conozco lugares así, ni en Buenos Aires ni en movidas de tango similares. Recuerdo cómo se extrañó en pandemia, dentro del ambiente milonguero, esa rutina de los martes de ir a comer y bailar”, enfatiza y ensaya ideas sobre la multiplicidad de corporalidades que se fueron incorporando al espacio a partir de lo que considera cierta flexibilización de la mirada patriarcal más conservadora.
“Mucha gente de distintos ‘palos’ musicales, más allá del tango, empezaron a ir al salón de Raúl por esa cosa, también, de atractivo kitsch que tiene y que, indudablemente, lo puso muy de moda en los últimos años. Incluso –agrega entre risas- tengo colegas amigas que son profes y han llevado a sus alumnos y alumnas para observar estos fenómenos en relación al tango. Hay toda una fenomenología con relación a Gaggiotti que es muy atractiva. Por eso se fueron incorporando otras poblaciones, otras corporalidades del tango, otros cruces. Hubo momentos donde se hacían evidentes las miradas condenatorias o incomodantes a personas que iban más desde el gesto queer, del baile entre personas del mismo género o del intercambio de roles; y no desde el binarismo del baile. Tratando de derribar esos conceptos más patriarcales, hubo un freno implícito desde la mirada oficial”, confiesa. “Pero con el tiempo esa reacción conservadora se fue haciendo más lábil. Hoy, entiendo, es un espacio mucho más abierto y menos reacio, porque ya está más naturalizado, con menos quiebres, con superposición de esas miradas que hacen que sea un espacio muchísimo más diverso que otros”.
Orquesta, legendaria milonga, bodegón popular, pyme familiar, salón de encuentro tanguero que reúne a cuatro generaciones. Todo cuaja y es posible. “Vamos a Gaggiotti” se configura, en la cultura platense, como una contraseña cómplice de una numerosa grey platense de jóvenes universitarios y una variopinta tribu de hombres y mujeres de 30 a casi 80 años. Ir “a Gaggiotti” es mucho más que un código del boca a boca en las noches platenses de martes o sábados. Los martes, para milonguear, cortar la semana y cenar a precios de bodegón popular; los sábados, de los románticos, al tropical y la cumbia.
La escena se repite una vez más: el abarrotado salón quedará en pequeños murmullos unos segundos, después de una interminable seguidilla de valsecitos que acompañaron a innumerables parejas, y el silencio coincidirá con el momento en el que Raúl Gaggiotti dejará una de las mesas más próximas a la barra y se dispondrá a subir a su escenario, armado en ese altillo que envuelve a la legendaria cocina familiar.
“¿Sabés por qué lleno cualquier baile y me va bien? Primero, porque me casé con una mujer que sirve y acompaña: con mi mujer. Y me fue bien. Y porque formamos un equipo de muchas personas, con muchas raíces: hijo, hija, nietos. Sin un equipo de familia, acá, en Argentina, no hacés nada. Ellos saben que todo este imperio es de ellos. Me vieron creer, vieron crecer el esfuerzo de mi padre. No dependimos nunca de nadie”, remarca, ya algo apurado y agitado mientras hojea las fotos del álbum familiar y faltan minutos para que vuelva al altillo y se cruce el bandoneón entre las piernas. “¿Sabés, qué? Y voy a seguir, eh. Mirá el salón. Lo hice todo: los techos, las soldaduras, la cableada, el escenario, los baños: todo con mis manos. Y tengo 80 años”.
Hay algo de Nino Manfredi en la icónica “Feos, sucios y malos” a lo largo de todo el relato. Y no es solo Italia.

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en Begum 0221.

viernes, 11 de noviembre de 2022

El hito de Entre Ríos y los 42 campeones AFA


El campeonato de Patronato de Paraná en la última Copa Argentina rompió una tradición de ocho décadas de dominio absoluto del eje fundacional del fútbol asociacionista, dominado por clubes porteños, del Gran Buenos Aires y de Rosario

Hay que retroceder hasta 1944 para encontrar al último campeón de una competencia nacional, organizada por el ente oficial, cuyo origen no esté dentro del eje fundacional histórico de AFA, comprendido por el área Metropolitana de Buenos Aires y la provincia de Santa Fe: San Martín, el “Santo” de la provincia de Tucumán, cuando consagró en el llamado Campeonato de la República de 1944.
Ese hito quebró, el pasado 30 de octubre y 78 años después, el Club Atlético Patronato de la Juventud Católica de la ciudad de Paraná: que una institución ajena al circuito productivo de los puertos Buenos Aires/Rosario/Santa Fe consiga un título oficial de AFA. Cierto también, imposible obviar el único galardón oficial de división superior que consiguió un club de Córdoba, con el Talleres de Ricardo Gareca en la Copa Conmebol 1999. Pero, huelga aclarar, es un título internacional organizado por la Conmebol a la cual está asociada, claro, la Asociación del Fútbol Argentino, que no lo organiza de forma directa. El Matador cordobés y Defensa y Justicia –copas Sudamericana 2020 y Recopa 2021- son los dos únicos clubes afiliados directa o indirectamente a la AFA que ostentan títulos oficiales a nivel internacional sin haber podido consagrarse a nivel local.
Pero hay más: esa nómina de dos, para algunos investigadores se amplía a tres al incluir al Central Córdoba de Rosario campeón de la Copa de Honor “Beccar Varela” de 1933, que, si bien fue organizada por la AFA par cerrar la temporada (similar al formato de hoy con la novata Copa de la Liga), la consideran internacional por haber contado con la participación de cuatro clubes de Uruguay: Defensor Sporting, Nacional, Peñarol y el modesto Sudamérica.
Además de Talleres, Defensa y Central Córdoba, hay otros 39 equipos argentinos que, desde fines del siglo XIX, han ganado al menos una competencia oficial organizada a nivel “nacional” por la hoy AFA, llamada así desde la fusión definitiva de la Liga Profesional disidente y la Asociación Amateur oficial, en 1935.

La geopolítica, condición necesaria y suficiente
Pese a que el país tiene 24 jurisdicciones administrativas, a lo largo de la historia los clubes campeones de las competiciones nacionales e internacionales oficiales se reparten sólo entre seis de ellas: Ciudad Autónoma de Buenos Aires y las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Tucumán, Entre Ríos y Córdoba.
La geopolítica interna del país condicionó al fútbol criollo desde principios del siglo XX; la marca de su principal puerto comercial y comunicacional como eje de salida hacia el “mundo”, también. Hubo algunos mínimos atisbos de reconocimiento en los albores del fútbol como identidad colectiva, cuando la AFA, de aún denominación inglesa con “football” en lugar del castellanizado fútbol, amplió las “fronteras” de lo argentino reconociendo a la liga regional de Rosario, a la que incorporó oficialmente de manera regular para que se enfrentara contra el campeón porteño en la disputa anual del llamado Campeonato Argentino –la Copa Ibarguren- desde 1913. Porteños contra rosarinos jugando por el título “argentino”.
Los límites de la nacionalidad futbolística oficial, en la práctica, se abrieron desde siempre dentro de la pampa húmeda, contemplando a los clubes rosarinos y, sólo años después, a los santafesinos. Pero poco más. De hecho, de esos concursos organizados en el circuito productivo de los puertos Buenos Aires/Rosario salieron los representantes argentinos que jugaron las primeras copas internacionales contra los uruguayos. De allí que, a más de cien años de consolidarse esta estructura, aparezcan consagraciones de clubes como Tiro Federal o Atlético del Rosario, hoy un participante habitual del rugby nacional que, sin embargo, fue parte constitutiva del nacimiento del football criollo, siendo el primer club rosarino de la historia en disputar el campeonato de Primera División: en 1894.
Desde sus orígenes, la historia oficial del fútbol nuestro designó a sus “campeones nacionales” por la Copa Campeonato que exclusivamente jugaban unas pocas –pero trascedentes, claro- instituciones ubicadas dentro de Buenos Aires y su Área Metropolitana.
Recién entre 1939 y 1948 se dio una primera apertura “efectiva”, sumando a las entidades más representativas de Rosario y Santa Fe como afiliadas directas de AFA. Así empezaron a competir de forma regular en los concursos porteños: primero fueron Newell’s Old Boys y Rosario Central; luego Unión y después Colón. Pero no sería sino hasta 1967 -pese a la discontinua disputa de competencias como la Copa de la República - y la creación del Torneo Nacional, cuando, después de siete décadas, se organizaría un torneo evidentemente “argentino y federal”, con representación regular e institucional de la mayoría de las provincias. Fue cuando los “grandes” del interior empezaron a tener visibilización a nivel nacional y aparecieron los primeros títulos en Primera División de los dos grandes de Rosario; o los subcampeonatos de Talleres (1977), el Racing cordobés (1980) y el Unión santafesino (1979). El albiazul cordobés tendría otras grandes campañas: fue 4° en 1974, semifinalista en los campeonatos Nacionales de 1976 y 1978 y 3° del Torneo de Primera de 1980, cuando se ganó en la cancha el derecho a jugar anualmente el Metropolitano de los porteños gracias a la Resolución 1.309.

Los 42 campeones de torneos superiores de AFA
Al Atlético del Rosario (Rosario Athletic) lo abraza el honor de haber sido el primer campeón “del interior” de un torneo de fútbol organizado por las entidades oficiales antecesoras de la hoy AFA: el primero “no porteño” en lograrlo. Ganó tres ediciones de la Copa de Competencia “Chevallier Boutell” (1902-1903-1905). Considerada la primera competición internacional del continente, era organizada entre clubes del torneo de Buenos Aires (Argentine Football Association), la Liga Rosarina y la Liga Uruguaya.
De Rosario, también se anotan como campeones: Tiro Federal (Copa Ibarguren 1920), Central Córdoba (Beccar Varela 1933) y, claro, Rosario Central y Newell’s Old Boys, los campeones “modernos” rosarinos que también se anotan con varios títulos del profesionalismo en el principal campeonato de Primera División, la hoy Liga Profesional.
Por fuera del eje del puerto de Rosario, recién en la temporada pasada la provincia de Santa Fe pudo anotar a un campeón de otra ciudad: Colón, de Santa Fe de la Vera Cruz, al levantar la Copa de la Liga 2021. El Sabalero pudo revalidar para la capital el título que se le había negado en 1979 a su archirrival Unión, cuando el Tatengue perdió la final del Nacional de Primera División por diferencia de gol. Se dijo: Tucumán, con San Martín; Córdoba, con Talleres; y Entre Ríos, desde este año, con Patronato, completan el círculo de privilegio “del interior”.
Los “otros” campeones pertenecen todos al eje fundacional del Área Metropolitana de Buenos Aires: de Boca y River, a Tigre o Sportivo Dock Sud, se reparten la titularidad de 374 competiciones oficiales de la máxima categoría, entre campeonatos regulares y copas, sobre un total de 404 concursos organizados oficialmente entre 1891 y 2022.
Campeonatos, copas, torneos por puntos a una y dos ruedas, títulos de un partido, campeonatos rioplatenses, trofeos definidos por diferencia de gol, por corners a favor o por penales, como se estila en la era moderna desde la década del ’70. 403 títulos oficiales repartidos entre 42 instituciones de cinco provincias y la Capital Federal.
De todo, como en botica.

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lunes, 31 de octubre de 2022

Ridruejo: el bucólico Entre Ríos del federalismo


En la puerta norte del Litoral, un templo de tradiciones pulperas fundado en 1933, en el departamento de La Paz. El icónico boliche se abre entre talas, ñandubays y espinillos, rescatando rituales de una provincia que supo ser un monte impoluto de frondosas especies

“De allá para acá, mandaron siempre los Etchevehere”.
Paisano, Víctor viene de largas leguas a caballo bajando desde Santa Elena; el ritual de siempre en los veranos sofocantes: practica un breve descanso e hidrata al animal a la vera del arroyo Feliciano, junto a la sombra que genera, a esas horas del mediodía, el viejo puente de hormigón con triple arcada que lo cruza sobre el asfalto a la altura del Paso Medina. Sólo cuando la lluvia lo impide, dice, deja el caballo y hace dedo a lugareños o turistas. Víctor es peón rural en la estancia lindante al Ridruejo, contará después y sumará anécdotas sobre el lugar homenajeado.
Poco menos de un mes atrás, la “patria” de Urquiza en la inminencia del Estado nacional había sido noticia -con vértigo de serie en capítulos- por una grieta capital dentro del clan Etchevehere a la que no le había faltado militancia de la agricultura familiar: herencia y sucesiones millonarias en litigio, inspirados por la única mujer entre cuatro hermanos de sangre en una familia que es sinónimo de Entre Ríos: su abuelo, Luis Lorenzo Etchevehere, fue gobernador y senador provincial en la década del ’30; más acá, Luis Miguel Etchevehere, uno de los tres hermanos varones, el ministro de Agricultura de la gestión macrista.
“De acá para allá”, repite y señala Víctor. Sube al estribo del caballo por el lado izquierdo y el “allá” sigiloso del campero es un imaginario de apariencia real, de su pulgar derecho, que se extiende hacia el noroeste, hasta la propia costa del río Paraná en el límite del departamento de La Paz, en la frontera con la provincia de Corrientes.


“Todo eso es de los Etchevehere”, parece exagerar para forzar la idea.
En esa Entre Ríos, sobre el kilómetro 40 de la ruta 6 en el paraje de Alcaraz, aparece, como posta ineludible, el almacén de los Ridruejo. Trece hermanos: doce varones y una sola mujer: María Luisa. El abuelo de ellos lo inauguró, más por convicción ideológica que por coincidencia de almanaque, un 12 de octubre de 1933. La ancha casona tiene chapas de zinc y un techo rojo a cuatro aguas que corona en una galería que invita a la sombra. La entrada muestra una reja imaginaria formada horizontalmente por seis firmes postes de ñandubay, separados a metro y medio y unidos por sogas de acero donde todavía se pueden atar caballos. Hay dos ventanas enrejadas a cada uno de los lados y en la alta puerta principal, la única, de madera y pintada de oscuro verde, resaltan los vidrios y postigos de toda posada de campo. El paso del tiempo se desnuda, también, por dos viejos carteles de Pepsi y Sprite tomados por el óxido que se ubican en el frente.
Uno de los letreros más llamativos, algo descolorido por el peso del sol de las mañanas, es el de “Memorias de Almacén”, el ciclo de homenaje y resguardo patrimonial que el gobierno entrerriano impulsó para los almacenes de campo que aún subsisten y forman parte de la historia cultural del pasado más reciente (ver video).
María Luisa vive hace décadas en el campo donde, a la vera de la ruta 6, el almacén está por cumplir 90 años ininterrumpidos urgiendo el paso del noroeste entrerriano: “Acá nacimos y vivíamos con mis padres. Y una con los años se fue acostumbrando a esta vida, a esto de la huerta propia, los animales, sembrar los campos: el almacén forma parte de todo eso. Por eso abrimos de corrido, incluso en la siesta donde atendemos si escuchamos algún aplauso que nos llama”, se ríe. “Es que a veces estamos en el fondo. Pero se oye cuando llega algún auto o camioneta”.


¿Qué pide la gente?, le repregunta al cronista, mientras atiende con paciencia rural, María Luisa, y sirve una tabla con fiambres y pan casero.
“Crudo y mortadela y siempre con queso. La picada es lo más tradicional. A veces hacemos empanadas. Y para tomar, desde vinos y cervezas hasta ginebras o cañas. El hombre de campo es muy tradicional”.
- ¿Y los turistas?
- Muchos frenan sin saber lo que se van a encontrar adentro, incluso porque este trecho del camino tiene muy cosas estaciones de servicio. Así que es común que nos pidan hasta agua caliente para el mate.
Narrar el bucólico interior del Ridruejo podría integrar un manual de estilo sobre decoraciones pulperas que se fueron atesorando con las costumbres del lugar cuando era un boliche de campo con extensión de ramos generales: viejas latas de galletitas –Canale, Bagley y varias marcas- de cuando se vendían sueltas de a cuarto kilo, herraduras, monturas y elementos característicos del jinete de campo, botellas de alcohol aún sin abrir de destilados fuertes, carteles de colección de cervezas y gaseosas de acá y de Uruguay, varias chapas patentes que son registro de la pérdida inexorable que devuelve la ruta, logos de YPF de cuando el lugar despachaba combustible y hasta una copia del edicto de 1860 sobre la llamada “Ley de Vagos” sancionada por la legislatura entrerriana en tiempos de Urquiza antes de Pavón, a semejanza de la norma de conchabo que reprimía al gaucho libre que no quería venderse al salario de miseria del patrón estanciero o ser obligado a listarse para luchar contra “el indio” en la frontera que aún dividía “civilizaciones y barbaries”.
El inciso 3 del primer artículo no dejaba franco para las dudas al clasificar a los “vagos” que, suponían, poblaban estos comercios en el siglo XIX: “Los que con renta, pero insuficiente para subsistir, no se dedican a alguna ocupación licita y concurren ordinariamente a casas de juego, pulperías o parajes sospechosos.”
Anochece con frío en el Ridruejo y aparece Víctor, ya con los ponchos a cuesta que llevaba sobre la monta en horas del mediodía. Ata su caballo y, desde afuera, le ordena a María Luisa, seco, una ronda de copas para los de las mesa. Y empieza a recitar, de memoria, versos completos del Martín Fierro frente al cuadro del edicto que perseguía a sus viejos colegas…

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sábado, 30 de julio de 2022

De bohemios y barrios

El bosque está ligado, desde siempre, a los dos clubes más populares de la ciudad: no hay Estudiantes y Gimnasia sin bosque. El “affaire” de junio por el predio de la UTN en las tierras del llamado “Bosquecito”, se presta para repasar las “casas” históricas de Triperos y Pinchas y su arraigo mutuo en el canónico paseo de recreación platense

“A Gimnasia corresponde el honor de ser la primera entidad que practicó fútbol en La Plata. Naturalmente, su field contaba con instalaciones modestísimas, pero sobraba entusiasmo y las autoridades mens sana dispusieron realizar una gran fiesta celebrando la inauguración oficial del campo de juego, acto que se cumplió el 21 de abril de 1901 (…) Se jugó un partido de fútbol entre dos teams formados por socios de Gimnasia y Esgrima: azules contra colorados…”
El revelador libro que el periodista Miguel Bionda publicó, en la década del ’40, sobre los orígenes del fútbol en la incipiente ciudad capital, ancla los postes en la avenida 1 y esquina 47, hacia el sector de 115 donde comenzaba a extenderse el bosque en las tierras de los Iraola; otra ciudad, apenas un pueblo pero de crecimiento sostenido, que una década después ya sería una de las localidades de mayor población a nivel nacional.
En esa esquina de 1 y 47, en el predio donde ya nacionalizada la Universidad Provincial de La Plata se levantaría el actual Colegio “Rafael Hernández” y el hoy edificio central de Ingeniería junto a la Facultad de Ciencias Exactas, tuvo su primer campo de deportes el Club de Gimnasia y Esgrima. La llamada “Plaza de los Juegos Atléticos”: un terreno cedido por el gobierno provincial para la práctica de los deportes al aire libre, con el fútbol a la cabeza por su efecto multiplicador de pasiones en esos primeros años del siglo XX. El fútbol había llegado, para siempre, para cimentar su legado cultural de insignia popular.
Describe Julio Frydenberg en “Historia Social del Fútbol” (2013), caracterizando los modos y costumbres de la sociedad porteña: “Los niños y los jóvenes que pertenecían a los llamados sectores populares jugaban al fútbol en las calles y los baldíos. Sectores urbanos heterogéneos, mayoritarios en la ciudad de principios del siglo XX, que incluía a profesionales, empleados estatales y de empresas extranjeras, pequeños propietarios, cuentapropistas artesanos y trabajadores manuales. Un importante porcentaje estaba integrado por inmigrantes”.
Entre 1902 y 1904, el equipo de fútbol de Gimnasia disputaba partidos “de confraternidad”, duelos a nivel local con distintos clubes de la ciudad: proliferaban y se fundaban instituciones en la capital bonaerense en esos años. A Gimnasia, Belgrano, La Plata FC, Sarmiento y Nacional, se alistaban, entre tantas otras, San Martín, Friends, Ensenada, San Lorenzo de Tolosa, Platense. Y al predio para la práctica de “deportes al aire libre” de 1 y 47, se sumaron, además, el field de Friends, sobre avenida 13 en lo que hoy es el parque Saavedra, y la de Belgrano, en los terrenos aledaños a la terminal de tranvías de la empresa “La Nacional” propiedad de la familia Tettamanti, en 20 y 50: los galpones fundacionales que conforman el patrimonio histórico de la actual sede de Control Urbano.

El quiebre: 1905
Tres acontecimientos configuran la bisagra del fútbol local en 1905: Gimnasia inscribe dos teams -uno de mayores y otro de juveniles- para competir oficialmente, por primera vez, en la asociación de fútbol de Buenos Aires (la hoy AFA); se juega el último partido en la Plaza de los Juegos Atléticos de 1 y 47, donde Gimnasia oficiaba de local; y, consecuencia de aquello, se fundaría Estudiantes a las pocas semanas.
“Desde 1904 se organizó la cuarta categoría, para menores de 17 años y con el objetivo de dar un lugar a los estudiantes. Pero su aparición trajo aparejada grandes complicaciones porque muchos intentaron inscribir fraudulentamente a jugadores mayores. A fin de evitarlo, se pedía la ‘fe de bautismo’ para comprobar la edad del joven y se imponían penas deportivas a los equipos que no presentaban los papeles o presentaban ‘certificados falsos’”, cuenta Frydenberg, sintetizando el inicio del fútbol oficial “porteño” en el arranque del siglo XX.
Estudiantes sabría de aquellas penalidades en el final de la temporada 1908, cuando la Asociación le anularía el título de Juniors en Cuarta División por la mala inclusión del futbolista Luis Acevedo, que al momento de iniciarse el concurso oficial tenía 18 años; y no 17 como afirmaba su documento. Pero eso es otra historia...
Volviendo a 1905, el equipo principal de Gimnasia -que aún jugaba con camiseta a bastones finos, milrayitas, azules y blancos- compitió en el Campeonato de Tercera División junto a clubes como Racing Club y River Plate. Con los viejos “darseneros” de La Boca compartió la sección A y lograría el que, hasta hoy, sigue siendo el mayor resultado de su historia: lo goleó a River por 10-1, el 9 de julio de 1905. Pero sólo un mes después, jugaría su último partido en 1 entre 47 y 49; narra la historia, gracias a las gestiones del rector y vicerrector del Colegio Nacional, quienes decidieron postergar las obras ya empezadas para la construcción del nuevo inmueble del “Nacio” para que Gimnasia pudiera despedirse, allí, recibiendo a los porteños de Catedral Norte. Fue 3-1 y triunfo albiazul, pero la decisión dirigencial ya no tenía vuelta atrás: al quedarse sin cancha, Gimnasia suspendía la práctica del fútbol hasta nuevo aviso y así dejaba el campo abierto para que se fundara el por entonces “Club Atlético Estudiantes”. Una institución por y para el fútbol.
Historia conocida: varios de esos jóvenes que querían seguir practicando fútbol, se reunieron la noche del 4 de agosto de 1905 en un comercio de avenida 7 entre 57 y 58, propiedad de Félix Díaz, y sellaron la fundación de la nueva institución. Ramsay, Moreda, Lartigue, Tellechea, Shedden, los hermanos Tolosa, Carlos y Héctor Isla, Rebagliatti, Díaz Bavio, Costa, Sánchez Viamonte, Salas, entre otros, pasarían a jugar en las filas del novato Club Estudiantes, que tuvo su primer campo de deportes, de forma provisoria, en la hoy plaza Malvinas de 19 y 51, terrenos donde también jugaba como local el club Belgrano y, según algunas fuentes históricas, hasta Gimnasia, en los meses finales de 1905, cuando la CD ya había decidido suspender la sección fútbol.

Estudiantes, al Parque Iraola
Con apenas seis meses de vida, el Club Atlético Estudiantes logró, en febrero de 1906, que el Ministerio de Obras Públicas de la Provincia de Buenos Aires le cediera, por pedido de la Comisión Fomento del Bosque, las tierras del Parque Iraola ubicadas en avenida 1 entre 55 y 57, hacia 115, donde funcionaba un antiguo velódromo. Estudiantes, así, llegaba al bosque y a UNO, aunque recién inauguraría su estadio a fines de 1907, tras año y medio largo de obras y nivelación del terreno para que la AFA aceptara reinscribir oficialmente al club para la temporada 1908 –ya había debutado en 1906, en Tercera, siendo local provisoriamente en 19 y 51- del fútbol asociacionista. Estudiantes se instalaba en el bosque y nunca más dejaría las tierras de avenida 1. Era 1906…

El bosque y el Lobo
El ascenso de Estudiantes a la Primera asociacionista, en 1911, intensificó la pasión y popularidad de este deporte en La Plata y la región. No casualmente, sintetiza Bionda (“Historia del Fútbol Platense”: 1944), Gimnasia hizo una prueba de futbolistas, a finales de la temporada posterior, para representar al club en un torneo de juveniles -menores de 18 años- que ganaría Lavalle. Distintas fuentes históricas certifican que lo organizaron en el predio de los Juegos Atléticos del Departamento de Bomberos de La Plata, que ocupaban frente al Observatorio y muy cerca del actual estadio de avenida Iraola y 118, en el corazón del bosque platense. Ese predio fue utilizado provisoriamente por los mens sana hasta la fusión definitiva de 1915 con Independencia, que ya estaba inscripto para participar en la División Intermedia de AFA. Independencia, además, contaba con la base del plantel de Estudiantes que se había consagrado campeón de Primera en 1913 y había dejado la institución albirroja, por diferencias con su CD, para alistarse en este nuevo club: entre los más destacados, el arquero, Emilio Fernández, Ricardo Naón, Diomedes Bernasconi, Ángel Bottaro y Edmundo Ferreiroa.
Ya fusionados e inscriptos en la segunda categoría del fútbol asociacionista, Gimnasia ascendería en 1915 a Primera jugando en la cancha del Independientes La Plata, también ubicada en las inmediaciones de la avenida 60 del antiguo Parque Iraola, hoy “Paseo del Bosque”. Pero ascendido a la división de privilegio en 1916, volvería a mudar su localía y lejos del bosque. Ocuparía los terrenos del FFCC Provincial, en el barrio Meridiano V, en la manzana de calle 12, de 71 hacia 72. Fueron ocho años, hasta 1924, cuando debutaría, en 60 y 118, el 27 de abril de ese año, frente a Estudiantil Porteño.
Estudiantes, Gimnasia, Triperos y Pinchas. Con historia, paz, convivencia y bosque…

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martes, 31 de mayo de 2022

Un comienzo muy poco "clásico"...


Estudiantes y Gimnasia volverán a enfrentarse en el inicio de un campeonato después de 44 años. Fue el 5 de marzo de 1978 por la 1ra. fecha del Metropolitano, triunfo del Lobo: 1-0. Los antecedentes de 1975, 1933, 1932 y 1919

Como si a la tradicional brega local le faltaran condimentos tras los últimos empates pletóricos de goles, polémicas y discusiones en Iraola y 118, Pinchas y Triperos se enfrentarán el próximo domingo y con público local, por primera vez desde la reanudación de UNO, abriendo el Campeonato de Primera División 2022 de la Liga Profesional.
Tan inédito como exiguo en antecedentes, los clásicos rivales volverán a verse en duelo en el debut de un torneo regular tras 44 años.
Lejos en el tiempo, hay que ir hasta la década del ’70 para encontrar el último derbi en una 1ra. fecha de campeonato: el 5 de marzo de 1978, en el Bosque, Gimnasia ganó por la mínima con gol de Oscar Fornari. El Lobo dirigido por José Varacka, Estudiantes por Héctor Antonio, esa tarde hubo, además, un penal del “Tano” Onnis atajado por Vidallé.
Esa misma década, inaugurarían el Torneo Nacional de 1975, aunque con la salvedad, acá, que en el debut se jugaron todos los emparejamientos o cruces clásicos ya que era fecha de interzonales. Se disputó en 1 y 55 y lo ganó Estudiantes, 2-1, el domingo 21 de septiembre, con dos goles del “Tano” Galletti –uno de penal- y el descuento de Rosl.
Los otros dos antecedentes de la era profesional en campeonatos regulares se dieron en los albores de la década del ’30. Se enfrentaron en la cancha del Pincha, en la fecha inicial del campeonato de 1933 (2-0 para Gimnasia, goles de Naón y el wing cordobés González Peralta) y en el arranque del torneo de liga de 1932, también en UNO (goleada 6-1 de Estudiantes con dos de Zozaya, dos de Guaita y los restantes del “Nolo” Ferreira y el “Manco” Castro).
Dos victorias para cada uno en los cuatro antecedentes de campeonatos de la era profesional.

El arranque inconcluso del ‘19
El domingo 16 de marzo de 1919, Pinchas y Triperos debían jugar por la 1ra. fecha del campeonato de la Asociación Argentina. Hubiera sido el cuarto choque oficial entre ambos. La expectativa fue desmedida desde la semana previa y se insinuaba una recaudación récord. El mismo domingo, horas antes del partido, la CD de Estudiantes había decidido limitar la venta de tickets a los socios de ambos clubes. Pero la demanda se desmadró y, en cuestión de horas, liberaron la venta. Hubo colados e hinchas trepados a los árboles circundantes. Todo recurso fue útil para intentar ver el partido.
Pero los minutos pasaban y, terminado el choque previo de Intermedia, el árbitro no se había presentado en el predio albirrojo. Y jamás llegó. Se dijo que a Piovano, el juez, hasta lo vieron caminando por la ciudad o apostando en el hipódromo... Lo cierto que nunca se presentó –los suspicaces decían que cumplió una orden dirigencial para que no se jugara por temor a incidentes- y los dirigentes acordaron suspender el lance. A las pocas fechas, llegaría una nueva división del ente oficial y el clásico de 1919 nunca se disputaría.

Los antecedentes en copas
Hay otros tres antecedentes de clásicos en el inicio de torneos oficiales, todos ellos por concursos por eliminación -no regulares- o copas. Sucedió en la fase de grupos de la Copa de Honor “Beccar Varela” del ’32, que cerraba la temporada oficial: triunfo tripero, en la cancha de San Lorenzo, 2-1; en la Copa de Competencia 1945: igualdad 3-3, en Racing, y victoria 2-1 y clasificación pincharrata en el desempate jugado en el Bosque; y en el Torneo Centenario de 1993: triunfo de local de Gimnasia, 1-0, en la ida, y empate 0-0 en la revancha, en 1 y 55, para avanzar de ronda.

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sábado, 30 de abril de 2022

Moconá: las cataratas "ocultas" de Misiones

Un lucero por la panorámica ruta 2 en el corredor verde misionero: el río Uruguay acompañando el paso forastero a lo largo de 300 kilómetros, hasta los saltos del monumental escalón natural de agua que corona el Moconá en la frontera oriental de Argentina y Brasil

“Es que era así. Hasta hace unos años, nomás, llegar al Soberbio era una aventura”, me dice Vini. Se sirve el enésimo mate en un Termolar de dos litros que algún pariente habrá comprado enfrente, en Brasil, hace décadas. Irrompibles y con pico cebador, como el snobista Stanley de hoy que popularizó el Instagram de Messi. Mate con yerba en polvo, extra tamizada, como se toma “del otro lado”: en Río Grande do Sul.
Veinte horas y la tarde ya acostumbra noche a esta altura en la espesura verde del camping del arroyo Paraíso, donde estamos. Es el momento en el que decenas de insectos, silenciados por el ardor del turismo vespertino, se anuncian y pechean la noche silbando en la oscuridad. Vini se recuesta sobre la reposera, convida otro mate a su novia y acomoda unas latas de cerveza Skol que le llegan en balsa desde Brasil, cruzadas desde El Soberbio.
“Esperame que acomodo”, insinúa y me grita a distancia, agachado sobre el único frezzer que tiene la improvisada proveeduría.
“Imaginate lo que te cuento que había que caminar kilómetros largos por la ruta. Todavía era de tierra, así, ves –me señala el piso colorado del quincho- y había que hacer dedo porque cuando llovía los micros ni entraban: se quedaban allá en Soberbio, donde terminaba el asfalto. Los que vivimos en la selva nos criamos así: yendo y viniendo a la escuela casi ocho kilómetros por día, escuchando los relatos de mi abuela de lo que era caminar hasta Soberbio, que en ese momento era lo último que había. De ahí para acá, nada”, ejemplifica, ya agitado, y hace un ademán ligero, ahora, apuntando al este con la mano que tiene libre.

Hacia la travesía
El Soberbio es la ciudad de apenas 6.000 habitantes que durante años moderó de punto último de posta para emprender la aventura final hasta descubrir los desconocidos y pocos explotados Saltos del Moconá. Eran más de 70 kilómetros, desde allí, por la ruta 2 a través de un camino pedregoso, zigzagueante y de tierra colorada, que sólo permitía el paso de autos altos bien equipados o, directamente, de camionetas 4x4.
Viajar por esa ruta es bucear entre la esencia virgen de la selva y la cultura misionera hibridada por un portuñol que traspasa generaciones de un lado y otro de la frontera del Uruguaí. Colonos europeos, de Alemania, Polonia, Suiza, hasta de países eslavos, descendientes de originarios guaraníes y mestizos que cruzan todas las razas.
El rojo abrasivo de la tierra de los valles, el verde del follaje característico de la yerba en zonas cada vez más explotadas y menos selváticas, el celeste del cielo, se sumergen en cuadros que priorizan caballos y bueyes con carretas, infinidad de camionetas y camiones con la producción maderera local y peatones sobre la banquina que indican la alta densidad poblacional de los campos misioneros con innumerables minifundios de pequeños productores autónomos. Todo muy Bragentina…
Pero la reactivación económica posterior a la “crisis del 2001”, con el dólar devaluado al triple entre las presidencias de Duhalde y los primeros años de Kirchner, motivaron el auge del turismo interior de los argentinos y transformaron para siempre la zona a través de un planificado consenso gubernamental. La ruta provincial 2 es, desde hace diez años, una trocha panorámica y asfaltada en su totalidad hasta la propia entrada del Parque Provincial Moconá -desde el idílico pueblito de Azara en el límite de los yerbatales con tierra correntina- que invita a recorrer sus 300 kilómetros para adentrarse en los misterios de la “Ruta de la Selva” (foto) y su naturaleza tan caótica como exótica.
Arribando a la cuesta final que compensa la ruta 2, por la garita de los Guardaparques, un mirador a la vera del camino permite divisar una amplia terraza natural de vegetación, donde uno descubre que llegó hasta el punto máximo de una sierra, frente a la cual se despliega un gran valle selvático de copas de árboles y, de fondo, el siempre presente río Uruguay.
Esos otros tiempos, aquellos que me contaba Vini en la calma de una noche de selva sin más luz que la de los caprichos cíclicos de la luna, todavía obligaban al turista curioso de ocasión a caminar más de una hora con el agua hasta las rodillas, por el arroyo Yabotí, para poder conocer los misterios del Moconá y ver la sucesión de cataratas ladeadas sobre el margen argentino del cauce. Si el Uruguay no estaba lo suficientemente bajo, se hacía imposible llegar a ver los saltos de este lado de la frontera, donde el río cae longitudinalmente por una falla geológica milenaria que hundió el suelo: el curso del río se quiebra en ese punto para descubrir un suntuoso escalón natural de piedra que absorbe su propia agua.
Los años, además, modificaron la aventura para siempre: la muerte de una turista en la excursión a las piedras superiores desde donde se divisaban antiguamente las cascadas, originó que hoy solo se permita, del lado argentino, abordarlas por abajo, subiendo el lecho del río Uruguay en lancha. Entrando al estrecho y profundo cañón natural de 50 metros de ancho que se forma entre las paredes de piedra basáltica, se llega desde los muelles que la empresa concesionaria de turismo tiene sobre las barrancas del parque provincial, ese que integra la reserva de biosfera Yabotí, el terreno de selva subtropical más extenso de suelo argentino. Al navegarlo, uno parece nadar en un túnel cinematográfico que lo depositará en alguna escena brumosa con Willem Dafoe surcando en lancha algún arroyo de Vietnam en la canónica “Pelotón”.
Solo las Cataratas del Iguazú, intuyen todos demodé, pudieron eclipsar durante décadas la pletórica búsqueda de estos saltos escondidos en el alto del río Uruguay, donde confluye -como en una pulseada de colosos- con el imponente Guazú que baja desde las Cataratas. El progreso de la infraestructura vial aceleró la llegada del gran turismo ocasional que visita año a año la provincia; y mucho más en tiempos de pos cuarentena.
La excursión en lancha hacia la boca más angosta del Uruguay es un recorrido de diez minutos, entre saltos de agua en el margen izquierdo y una decena de turistas del lado brasileño, a la derecha, fotografiando el canturriar de las cascadas sobre la ladera seca del Moconá. A la imponente pintura del agua arremolinada y la espuma salpicando los infinitos arco iris que se forman, se inyecta la estruendosa orquesta de cientos de cascadas que caen a no más de 15 metros de altura.
El regreso ya es en horas de la tarde. Hubo almuerzo en forma de picnic, con un infaltable chipá so’o –un exquisito pan de maíz, relleno con carne y queso y repleto de proteínas- y varios tererés para paliar el calor. Ahí me reencontré con Vini para dar un último chapuzón en el remanso selvático que propone el arroyo Paraíso, con su serpenteante y sepia geografía y las tempranas sombras que se forman por la omnipresencia del sol, que le hace fuerza a la flora para penetrar en la tupida vegetación.

Protesta laboral
Desde diciembre y durante las fiestas de fin de año, laburantes del Parque Provincial Moconá reclamaron por aumentos de sueldo para equiparar los salarios a la canasta básica. Con jornadas de ocho horas diarias para la recepción de turistas, los trabajadores se nuclearon en asamblea para denunciar la “precarización laboral” del Ministerio de Turismo. Es que a las ocho horas diarias de servicio se les suma el tiempo del viaje de ida y vuelta desde la localidad de El Soberbio, de donde son la mayoría de ellos, hasta el parque. “70 kilómetros que se hacen en una hora mínimo, por lo que, en la práctica, terminamos trabajando más diez horas diarias en promedio”. Un sueldo básico de un trabajador del parque no superaba, a marzo de 2022, los 50.000 pesos.

Corredor Turístico Verde del Litoral
Está conformado por cuatro extensas áreas: el Parque Nacional Iguazú y los Saltos del Moconá, en Misiones; los Esteros del Iberá, en Corrientes; El Impenetrable Chaqueño y el Bañado de la Estrella, en Formosa. Unidas por una visión ecoturística, dice el folleto, “son un polo de desarrollo que alienta la conservación de las especies que en ellas habitan”. Sus objetivos son la preservación de las masas selváticas, de las nacientes y cuencas de ríos y arroyos y el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes de la zona. La Reserva de Biósfera Yabotí y el Parque Provincial Moconá son parte del corredor verde de Misiones.

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en 90 Líneas.

martes, 5 de abril de 2022

Malvinas


Lo primero que huelo con Malvinas es el puré: la papa pisada apenas con un tenedor, sobre un deforme y rayado plato violeta de plástico, mezclada con leche y manteca. Casi nunca caliente.
La razón detrás de ese enfriamiento prematuro, pensaba ya de grande y en tiempos no tan adolescentes, era que el almuerzo tibio aceleraba los tiempos regulares de la ingesta. De esta forma, la que decía ser "mi seño" terminaría más rápido con aquel trauma. También podía tratarse de un pequeño cuidado hacia los nenes disfrazados en prolijo celeste, de esa primera salita de jardín, para que no se quemaran al comer. Pero esta hipótesis quedaba siempre descartada, por mi, por su poca fidelidad con la realidad.
Es que jamás comí ese puré. Ni tampoco pude volver a comer otros. Ni comidas que tuvieran esa consistencia y estuvieran salpicadas con eso que tanto repelo como mezcla: leche y manteca.
La edad, además, lacera como aguja hipodérmica en el tamiz de la memoria. Vivencias de energías mensurables que inoculan recuerdos y configuran infancias y adolescencias. Traumas, karmas, algo así, explican ahora en términos "de psiquis".
Por eso, por la edad, nunca llegué a relacionar Malvinas con el escaso recorrido de las sinonimias hegemónicas que contextualizaron esa guerra: el Mundial de Fútbol de España con Menotti, Maradona y todos los otros habilidosos compañeros de equipo que, decían, nos harían bicampeones mundiales; o la marcha de sindicalistas y laburantes de los días anteriores al desembarco en las Islas, para echar a los milicos, en el enclave porteño de manifestación: la Plaza de Mayo.
No: nunca pude; naturalmente, por eso de la edad. Estaba por cumplir cuatro años, que se celebrarían el mismo día de la rendición. Los recuerdos de amiguitos y velitas son más gratos y posteriores.
Y, entonces, Malvinas siempre será ese puré. Ese jardín de avenida 7 casi 62 con nombre de prócer. Y esos almuerzos obligados de papa pisada con sabor a nata y manteca tibia que me negaba a comer, cerrando la boca con quejas de capricho, aunque la que se hacía llamar "la seño", no sin ayuda de superiora, intentara infructuosamente metérmerlo a la fuerza. Y las arcadas posteriores: era el olor de la papa, la manteca y la leche, todo pisado y tibio. Todo el puré que ni a los 40 pude volver a comer.
Y llegaba mi abuela, la checoslovaca que siempre tenía un strudel de manzanas a mano, o mi vieja, Pity, a buscarme. Y yo corría hasta la vereda, siempre salpicada de agua por la irreverencia de las baldosas acanaladas de color ocre, abrazando el aire para contarle todo lo mala que era la maestra que se hacía llamar "la seño". La joven que siempre será una señora, por decantación generacional lógica, que enseñaba en pleno Proceso y zamarreaba a mis compañeritos para que comieran ese puré de papá, manteca y leche que también era su trauma. Como su vida: tibia y violenta como el puré que me hacía llorar y me daba arcadas en ese invierno de 1982.

sábado, 19 de febrero de 2022

Jineteada y tradición gauchesca en Altamirano


A sólo 60 kilómetros de La Plata, el pequeño pueblo del partido de Brandsen vivió el domingo su “gran fiesta gaucha”. La primera tras el aislamiento obligatorio impuesto por la pandemia. Más de dos mil lugareños y bonaerenses vibraron entre ritmos tradicionalistas, folklore, jinetes y potros de la vida gauchesca

Hay una jerga, que escucharé sentir durante toda la tarde, que uno desconoce. Modos, costumbres, cotidianeidades que configuran una estética visual, corporal, hasta en las maneras del decir, de pronunciarse. Pero no hay apariencias: son tradiciones, entiendo, que se replican de generación en generación en las familias que le ponen el cuerpo a este evento en la primaveral tarde de febrero, en Altamirano, a poco más de 60 kilómetros de la capital bonaerense.
Entonces, entro, y me encuentro con tropilleros (cuidadores de caballos que también ayudan cuando vence el tiempo de la monta), jinetes (los que montan los caballos), decenas de potros (baguales o “salvajes”, al estilo de aquellos caballos patagónicos de la película de los ’90 de Alterio y Sbaraglia, y pingos), palenques (las postas numeradas desde donde parten los jinetes) y aperos (el conjunto de accesorios que viste al caballo en su montura o recado: estribo, cincha o faja, sudadera, encimera, alfombra, bastos o almohadillas, cabezal, guatana, entre tantos más). Y las distintas categorías de concurso, claro: crina limpia, grupa, bastos…


Un domingo entre jinetes
Llegué a Altamirano casi de casualidad; como todo “bicho de ciudad”, bah, que no tiene, en el radar de la agenda diaria, “eventos gauchescos” en el señalador. Una visita ocasional de miércoles, a Brandsen, dio con un pequeño afiche y su cronograma de fin de semana: “1ra. Fiesta de las Emociones. Domingo 13 de febrero 2022”. Que en efecto, sabría después, era la segunda gran fiesta de jineteadas de Altamirano tras la organizada, también a beneficio de la Escuela Primaria N°4 del pueblo, en las semanas previas al ASPO. Coordinada, como esta vez, por Marcos Chiclana, su familia y amigos.
Así, hay toda una liturgia que me va contagiando a medida que me acerco al predio: un amplio sector, delimitado como triángulo entre el acceso asfaltado a Altamirano (que corre paralelo a las vías del FFCC Roca que se despliega entre Mar del Plata, Chascomús y Constitución) y un camino rural de tierra con rumbo norte hacia el río Samborombón.
La entrada al predio está sobre una tranquera perpendicular a la calle lateral de la escuela primaria. Hay, a la izquierda, un pequeño tráiler guarecido del sol del mediodía con sombrillas. Las cuatro personas, con sobrada amabilidad, toman mate y explican los alcances de la jornada. Ahí se canjean los bonos a beneficio de la EP4 que permiten el acceso. Algunas familias numerosas, incluso, “piden precio” para guardarse algún mango y gastarlo en la barra de la improvisada cantina.
El acceso a pie hasta el escenario tiene más de cien metros de largo, con autos y -sobre todo- camionetas con carros-jaula para trasladar a los animales, estacionadas prolijamente a los costados dejando el espacio necesario para que el lugar no quede taponado si alguna ambulancia sale de emergencia por contingencias con los jinetes al montar los potros.
Detrás del escenario, que corona, en el centro, el predio alambrado donde se realiza la jineteada, se genera un ancho espacio bendecido con las sombras de árboles varios de la llanura bonaerense. El sol, a esta hora de la tarde, ya quema como en el verano, pese a la necesaria brisa que matiza y ayuda a los concurrentes. Allí están, clavadas sobre estacas, y a 45 grados para que se cocinen con el calor parejo de los leños, las vaquillonas, los lechones y los corderos, justo detrás del tablón extendido que oficia de cantina. Se venden vinos, cervezas, gaseosas, aguas, fernets de litro con Coca. Y todos esos cortes de carne por kilo o al pan.


La dolce vita
Nada de escenarios fellinescos que puedan representar, entre estas hectáreas del partido de Brandsen, el espíritu hedonista que incita el italiano en su película. Pero hay un “vigor republicano”, de solidaridad común, que trasunta la ausencia de conflictos de clase: unos y otros, propietarios y “gauchos”, se complementan a beneficio de la escuela. Y son partes necesarias del evento. De principio a fin. El “sueño” del fin de la grieta…
Los concursos tienen jurados (o “comisarios” de prueba) y empiezan antes del mediodía. El primero es la rueda de grupa, categoría en la que los jinetes montan sobre un cuero de oveja, relleno en el centro y cocido para darle forma de triángulo, atado al cuerpo del animal. Con una mano sostienen el rebenque; y, con la otra, las riendas, obligados a no charquear, a no tocar al caballo con las manos. Los movimientos nerviosos del animal “salvaje”, sumado a la fuerza que necesariamente hacen los propios jinetes, generan una gran polvareda, muchas veces, que es celebrada con gritos y aplausos por los espectadores que se amontonan alrededor del alambrado del predio.



La tarde, después del almuerzo pese a que éste se prolonga hasta que se pone el sol aun habiendo mate y bizcochuelo, será el tiempo de la jineteada con bastos, donde, a diferencia de la primera, el jinete usa estribos y está obligado, durante la jineteada, a no perderlos nunca ni sacar los pies de ellos. En estas competencias, que suelen durar entre 8 y 12 segundos, los jinetes no usan espuelas, tan criticadas por las asociaciones protectoras de animales ya que, con sus espigas de metal, se pincha y golpea al caballo para dirigirlo cuando se intenta domarlo.
Hay un sinfín de gauchos con la liturgia de pies a cabeza: visten prolijas bombachas de campo con alpargatas o botas de potro, cinturón, faja, camisa, chaleco y, por supuesto, el facón con escuche cruzado a la altura de la cintura. Muchos beben y comen carne sobre el pan o sobre tablas de maderas, mientras esperan el turno de la monta y comentan las vicisitudes del resto de sus compañeros ocasionales. No hay ensaladas porque nadie vende. Pero muchos la traen armada en su propia conservadora, donde también suelen colar hielo y bebidas varias. Otro punto muy favorable del éxito del evento, éste: cada familia puede traer su propia vianda sin que nadie lo prohíba.
El escenario tiene la animación constante de un locutor que explica y relata cada una de las salidas de los jinetes, con sus nombres, su origen, su especialidad. Allí me entero que la convocatoria colmó todas las expectativas, con jinetes llegados de todos los rincones de la Provincia de Buenos Aires. Algo que podría originar, a esperanza de los organizadores, que la convocatoria de la jineteada anual de Altamirano tenga trascendencia provincial y, ¿por qué, no?, nacional.
El locutor está asistido por un coplista campero que, con su guitarra, ameniza el evento y los tiempos que se generan entre una monta y otra mientras los tropilleros y ayudantes de campo acomodan a los potros en los palenques. Imposible que no exista algún bagual corcoveando, que se niegue a que lo aten al palenque antes de la monta.
“Estamos muy contentos con la respuesta de la gente. Nos emociona. Nos sobrepasó. Fue extraordinario. La primera fiesta (NdR: febrero de 2020, antes del inicio de la cuarentena obligatoria) tuvimos un marco buenísimo, de mil y pico de personas, pero hoy debe haber habido más de dos mil. El doble”, me cuenta Marcos Chiclana, organizador y coordinador del evento, ya cuando el sol se oculta y suenan las primeras cumbias de la banda del Muñeco Valdez.
“El broche del final de los potros salió muy bueno. Lo mismo las montas especiales: todo muy lindo y en familia”, agrega, ya cerrando, y acomoda su sombrero en un rostro que no puede disimular la alegría y el cansancio a sol de la jornada.
Pero es domingo. 21.30. Y fin de fiesta: el lunes a la vuelta de la esquina.

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en 90 Líneas.