jueves, 14 de noviembre de 2019

La consolidación de un momento histórico



Parecía una quimera, un deseo apenas realizable en la mente pasional de cualquier habitante de la grey pincha; que, como toda mueca irracional, no contempla la frialdad pragmática de lo posible. Lo deseado, en estos casos, siempre deberá ser…
Y fue. Un 8 de noviembre, cuando decenas de miles marcharon una vez terminado el último oficial fuera de 57 y 1; después de 14 años y de más de 300 partidos de localías en el “exilio” obligado. Se consumó, así, esa quimera de tendencia irrealizable en un país con este contexto económico y social, apuntado por el gobierno que termina de la peor forma.
Estudiantes volvió a donde se creía jamás volvería; a la tierra que habita desde siempre, desde que en el verano del '06 le cedieron las tierras del por entonces extenso bosque platense: hubo idas y vueltas, amagos y retrocesos, luchas intestinas, mezquindades políticas, la idea de mudanza a Ensenada, convencimientos, ante las dificultades económicas y políticas, de que el Estadio de 32 se afianzaría, con sus títulos bajo el brazo, como la “nueva casa”…
Pero cuando “el otro Verón” (la “Brujita” para los sub-40; el hijo del gran ídolo “Juan Ramón” para padres y abuelos), el “11” de ahora (ese al que la canción de cancha le agradece en eternos “Muchas gracias, Brujita…, por los títulos, por la Libertadores, por aquel 7-0”) busque un refugio, sabrá que quedará por siempre en la historia más grande de un capítulo irrepetible del club que ama.

lunes, 30 de septiembre de 2019

Lo de Seba: picnic en El Dique


Como tantos otros, empezaron al costado de un camino. Primero fue un chulengo, más tarde un tráiler. Hoy es referencia inevitable de las parrillas de la región. Mediodías al sol en "Lo de Seba", con amigos y en familia

No hay un mediodía en “Lo de Seba” que el código lugareño no devuelva una postal jamás intermitente. Siempre la misma. Recurrente: una larga fila de comensales, que hacen equilibrio de manera paralela al alambrado y la entrada de autos, esperan ser atendidos en la barra –una gran tabla de madera- para llevarse algunos de los sánguches de bondiola o vacío que salen de a centenares a lo largo de cada jornada.
Se puede pensar que el primer gran guiño de "Lo de Seba" es su ubicación; por el verde, dentro mismo de uno de los parques municipales ensenadenses más atractivos, el “Martín Rodríguez”. La parrilla, ahora una gran casona de madera ampliada con dos salones e indistinguible a ojo de los que tienen el recuerdo del viejo tráiler rutero, se abre sin dificultades para los que llegan en auto desde El Dique y entran por el Camino Vergara.


Ubicada sobre 43 y el cruce de la 127, el crecimiento exponencial de la parrilla fue de la mano de la bonanza económica de los primeros años de esta década. Era, y es, una parada ineludible de los cientos de laburantes de la Refinería y la Petroquímica. El clásico sánguche al paso para cortar el turno del mediodía con un vaso de gaseosa o una cerveza siempre permitida.
El parque municipal abierto al público le da al lugar un aura difícil de conseguir dentro del casco urbano platense: comer y pasar el mediodía hasta que cierre (las 16 o 17), como en una casa de campo, al estilo de esos retiros tan en boga hoy vendidos como “recorridas campestres”. Bueno: acá no hay recorrida y el cliente es el que saborea su propia aventura. Uno puede elegir el sánguche al paso; sentarse en alguna de sus mesas, esperando ser atendido por moz@s que -inevitablemente y siempre con alguna escusa amable- tardarán en llegar y con las “disculpas” del caso; o, quizás la más atrayente, llevarse una vianda propia de bebidas y pasar la tarde en el parque sumando achuras y porciones de carne del propio restaurante. En "Lo de Seba" se puede. Y eso lo hace único. Llegás y sabés que vas a volver…


Las porciones son abundantes, ideales para compartir entre dos personas. El vacío a punto pica entre lo más granado. Se recomienda acompañar con las papas fritas que también son una especialidad del lugar; o con una buena porción de chinchulines al limón. Para los díscolos de la parrilla, también habrá alguna minuta en forma de milanesas –supremas y napolitanas- con guarnición para no quedarse con las ganas.
Una reseña de "Lo de Seba" no puede no terminar sin rememorar una leyenda. Leyendas que, como muchas, importan más por el mito que por la propia veracidad del relato: hubo una tarde, un feriado de calor promedio, que el boliche parrillero se transformó, de repente y a la vista de muchos, en un gran tenedor libre para decenas de muchachos. Venían a sumar fuerzas de movilización a un acto de la zona. Entraron, pidieron permiso, saludaron. Fueron segundos que no llegaron a minutos para que todos saciaran el hambre y la sed, sirviéndose, como autoservicio, sánguches y gaseosas de la parrilla y la heladera, mientras los parrilleros aprobaban con pasividad y con un guiño cómplice de lealtad…

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en Tuco.

lunes, 26 de agosto de 2019

Ahumados

Losada se propone algo tan intenso como previsible. Y ahí lo perturbador: nos interroga -a nosotros, espectadores- sobre lo que siempre estuvo pero nadie vio; sobre aquello que nadie quiere mirar. Pero que está. Y perturba.
Una pensión. Tres inquilinos. Un dueño que no es tal pero ejerce la función de poder sin ninguna autoridad (ese otro giro foucaultiano de la obra, si la pensamos, por antojo nomás, desde ese refugio filosófico): un pelado avejentado que usa chupete para olvidar el pucho, que modera ese estado opresivo de los convivientes que sobreviven en una vieja pensión del cuadrado platense sin mas lujo que la mera existencia. Hay un televisor con algunos canales a antena que esperan alguna "palabra del Gobierno"; una radio a pilas de la que sólo funciona la FM; un ajedrez miserable con fichas gastadas; crujientes muebles de pino barato; y un detrás de escena que sólo escuchamos pero no vemos, recurso teatral más que cautivador.
Qué es sino esa obscena frase donde uno de ellos, enfrascado en los oscuros giros que propone la trama, en silencio, se (nos) pregunta: ¿cómo no vamos a volvernos locos si estamos viviendo bajo estas cuatro paredes con personas a las que odiamos?
Todos lo miran. Los protagonistas comulgan, sin poder evitarlo, con ese encierro autogenerado que tendrá el irreparable destino de la locura. No hay dinero, no lo buscan. Prefieren la excusa como comodidad, a lo imprevisible del afuera.
Pero hay algo de la calle que los perturba, que los inmoviliza respirando lo poco que los mantiene vivos a lo largo de los 75 minutos de obra. Hay algo allá afuera: un poder omnipresente que, como una casa a punto de ser tomada en un cuento de Cortázar, los aleja de la realidad de las mayorías; de la de su pares; un humo negro que se presenta letal y fiero, sólo combatible con la valentía de la que carecen -salvo el Polaco, que reniega del destino al que la ficción lo lleva y huye para irremediablemente volver- los otros mortales de la pensión.
Todos, eso sí -Polaco, Gareca, Suárez Lastra, El Tanga- tendrán una naturalizada paciencia de clase, aguardando se terminen estos años de oprobio. Esperando ser encandilados por una luz que no ven desde 2015, agobiados por la ahumada realidad del afuera.
Cuando al final todos duerman y sueñen con los días por venir, se evaporarán al ritmo del opresivo humo negro que ni con máscaras pudieron combatir. Quizás, sí, con los votos de la mayoría que alejarán dentro de poco al olvidable gato...

Ahumados
(Creación Colectiva)
Dramaturgia y dirección: "Ratón" Losada.
Actúan: Giardineri (Gareca) / Aun (Rubén Suárez Lastra) / Losada (El Tanga) / Galvani (El Polaco)

sábado, 17 de agosto de 2019

Gaggiotti


Orquesta, legendaria milonga, bodegón popular, salón de encuentro tanguero que reúne a cuatro generaciones... Todo esto y más es “Lo de Raúl”. Un martes diferente en La Plata

“Vamos a Gaggiotti” es una contraseña cómplice, hace décadas, de una numerosa grey platense. La comparten cientos de jóvenes universitarios –los recién llegados de sus pagos, de seguro por primera vez- y una variopinta tribu de hombres y mujeres de 20 a casi 80 años. Ir “a Gaggiotti” es mucho más que un código del boca a boca en las noches de los martes. Es ir a milonguear, a cortar la semana, a cenar a un bodegón popular sin igual en La Plata, siempre con un 2x4, detrás, amenizando la velada.
Gaggiotti es Raúl. Argentino, de raíces italianas. Multiinstrumentista: órgano, guitarra, bajo, hoy abrazado a la marca hereditaria de su padre: el bandoneón. Fue uno de los fundadores de la orquesta de Los Cuatro Soles. Populares y exitosos, llegaron a grabar para la EMI. Hicieron innumerables giras, llegaron a disco de oro. Gaggiotti es, además, el inventor de esta pyme familiar tanguera que hace más de 30 años abre sus puertas en el salón de 23 entre 43 y 44. Hijos, nietos y demás familiares, son los encargados de mantener el legado y la vigencia del lugar, como se encarga de aclarar el propio Raúl.


La milonga
Son las 23.30, puntual, de un martes cualquiera de estos de invierno platense aún benévolo. El abarrotado salón queda en silencio unos segundos, después de una interminable seguidilla de valses que acompañaron la pasión de decenas de parejas milongueando en el centro del recinto. El silencio coincide con el momento en el que Raúl deja una de las mesas más próximas a la barra y se dispone a subir a su escenario, armado en una especie de altillo que envuelve a la legendaria cocina familiar.
“La Corchea Melódica” del barrio La Loma se dispone, entonces, con Raúl a la cabeza y los instrumentistas familiares invitados para la ocasión, a coronar la noche de tango con una hora de la mejor tradición orquestal de los Gaggiotti…


Las minutas
La cocina es el otro gran llamador de “Lo de Raúl”. Muchos llegan por sus precios, independientemente de su pasión por el tango, la milonga y la leyenda del lugar. Hay decenas de esos curiosos que llegan por primera vez. “Para ver qué es eso que dicen de las noches de Gaggiotti…”, dirán después.
Napolitanas con papas o porciones de carne al horno que no superan los 150 pesos, canelones y pastas varias a 120, empanadas grandes por 25, vinos de ¾ a sólo 100 pesos, medidas de bebidas fuertes por 80…
Una opción tradicional y con valores populares por fuera del mercado, hace de las noches milongueras de “La Corchea” un lugar ineludible de visitar.

 * Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en Tuco.

viernes, 5 de julio de 2019

La casa abierta del Gauchito Gil



Camino a Olmos, casi imperceptible en el cruce de 66 y 185, asoma un minutero de los de antes que ofrece platos abundantes y más que baratos, solamente al mediodía

Se puede arriesgar que quienes llegaron por primera vez años atrás lo hicieron sobre todo movidos por la curiosidad, por un "¿y ahí que hay?" implícito, o después de preguntarle a algún vecino de la zona qué era esa antigua casona de color azul marino, con techo de tejas, semioculta tras una tupida enredadera que corona la entrada de la finca. Pero en los últimos tiempos es probable que ese modo de aproximación haya cambiado, a partir de la colocación de un cartel de esos genéricos que invitan a pasar, sobre una tranquera que da a la vereda de pasto y a la 66, que a esa altura ya es más la ruta provincial 10 que la avenida que atraviesa el ejido platense. El letrero devela eventuales incógnitas: "Parrilla: atención, calidad y buen precio".


Parrilla hay siempre, y con los anexos necesarios. Es simple, abundante y rendidora. Las dos mujeres que religiosamente atienden el salón todos los mediodías de lunes a viernes -y excepcionalmente los sábados, si la afluencia de camioneros desde la cercana ruta 36 lo amerita- se limitan a ofrecer no más tres o cuatro menús. Las milanesas y los cortes asados al carbón pueden acompañarse con alguna guarnición de ensalada o papas fritas, y también se puede optar por algún guiso o estofado con pastas.


Cubiertos y vasos heterogéneos, y manteles de hule de colores varios -algunos hasta cuadriculados- visten las mesas, que están fabricadas con un pino en desuso que aporta lo suyo a la tonalidad sepia del lugar, ya de por sí bastante oscuro, aunque la resolana del mediodía insista en colarse por los dos ventanales de doble hoja de madera que dan al patio. Al fin y al cabo, lo que importa es el morfi: se come abundantemente por algo más de cien pesos, a los que debe sumárseles la bebida, en botellas grandes de vino, cerveza o gaseosa que tampoco superan los $100. En resumen, del Gauchito salen dos personas bien comidas por menos de $400.
La excursión vale la pena. Pero si aún faltara algún aval para convencernos de agarrar la 66 al fondo, pasando la terminal de la línea 307 y el predio El Cardón, y llegar con el apetito abierto hasta el salón de 185, bastará con pensar en el de la multitud de laburantes rurales y camioneros de panza exigente que lo visitan, con plena satisfacción, todos los días de la semana.

 * Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en Tuco.

viernes, 3 de mayo de 2019

El Bodegón: abundancia para todos


Hay un lugar en La Plata donde comés y llevar el Tupper, para lo que te queda, no es pecado sino condición necesaria. ¿La fórmula de El Bodegón de 7 y 70? Platos a precios populares para compartir y sobrevivir en tiempos del cambio y la cocina molecular

Hay toda un aura que envuelve al Bodegón de 7 y 70: la esquina del local, sin pretensiones ni cartelería gastronómica y con el olor a asado como inexorable anzuelo; el barrio, sobre la todavía empedrada avenida 7, a metros de ese límite difuso de civilización y barbarie (sic) que separa, en la 72, a Villa Elvira del pretencioso cuadrado platense; y ese secreto cada vez más difundido y conocido que lo hace un restaurante único en la ciudad por el tamaño XL de las porciones en cada una de las especialidades de la casa.
La carta –negra, de cuerina, con hojas en folios como en los viejos bares de minutas- lo anticipa d movida, apenas uno se sienta y es abordado por el único mozo a cargo de todo el salón: “Todos los platos se sirven con papas fritas”. Allí, mientas se degusta algún grisín o pan de salvado untado en la mayonesa de ajo que se sirve como entrada, empieza la titánica tarea del comensal por elegir la combinación exacta de calidad y cantidad. Será la única manera posible para que la mesa no desborde de platos y abundancia, que obligarían a buscar ocasionales invitados para comerse todo lo que te sirvieron…


Quien conoce El Bodegón sabe de memoria la fórmula nocturna de este éxito: las porciones que inundan cada plato se calcularán siempre para dos. Es una mandato irreductible, de manual, que sólo desconocen los que llegan por primera vez y se inclinan por la clásica porción individual de cualquier espacio gastronómico. La antítesis perfecta de la difundida cocina molecular, que agranda el mito a base de porciones diminutas, coloridas y sofisticadas (sic).
El que llega sin conocer, el curioso que lo ve “de pasada” y entra atraído por los aromas y la fachada de la entrada, con puertas de madera y vidrio y un pequeño zaguán en escalera para la espera, tendrá que contar con la inexorable ayuda del mozo (legendario y de años, Maxi, a cargo de las doce mesas que conforman el bodegón) que debería ser el guía para prevenir a los clientes ante el seguro y desfasado pedido. Aunque el mito, se sabe, dice otra cosa: como una estrategia ineludible, el mozo jamás te anticipará lo que se prepara en la cocina, dejará abierta la puerta de la primera impresión y escuchará la reacción que se repite noche a noche: “¡Ah, pero qué cantidad!”.
En épocas difíciles para la gastronomía, con caída del consumo y recortes en las salidas de amigos y familiares, el secreto de El Bodegón, lleno de lunes a lunes, sigue siendo mantener la identidad del morfi en tamaño y calidad. “Es que no podríamos nunca achicar los platos. Es la marca nuestra, la gente viene por eso”, se sincera Alejandro, el encargado de siempre del histórico boliche, que también hace las veces de parrillero, en una icónica imagen de lo que es la polifuncionalidad laboral característica del lugar.


La napolitana de ternera, con huevos y las obligadas fritas, entró hace tiempo en el terreno de la leyenda. Se sirven dos milanesas, una encima de la otra, que cubren el plato y se dejan caer casi diez centímetros de cada lado. Una inmensidad que solo puede empezar a comerse pidiéndole al mozo otro plato -vacío, claro- para dividir la porción en dos.
¿Otras marcas del Bodegón? La saltimbocca a la romana o el lomo a la riojana (¡casi 15 centrímetros de altura de comida); la tortilla de papas y cebolla; y los cortes a la parrilla, que si es para dos, comerán cuatro; y si es para tres, lo harán seis. Todo así: abundante y exagerado, como para no dudar en volver rápido al lugar de la faena.
Casi quince años en la esquina de lo que era una mítica tanguería, en 7 y 70, zona de fuerte raigambre de bares donde taxistas y laburantes se juegan algún peso de la diaria en una fija, hay una imagen colorida que se repite día a día para los que llegan sin el Tupperweare: los clientes pedirán la cuenta y le dirán al mozo: “Guardame todo lo que me sobró en una bandejita para mañana…”

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viernes, 12 de abril de 2019

Lo del Manteca: la carne cara es barata



Para los desconocidos que pasan por la puerta, es una simple vivienda con una placa de bronce que en el frente homenajea al club “Tranviario Automotor”. La leyenda está adentro: a minutos de la Catedral, en 50 casi 21, un comedor de los de antes

“Decilo así… que para mí es el secreto de todo esto”, me interroga con abundancia de gestos el Manteca, mientras se seca parte de la frente con un trapo. Me lo dice un mediodía de esos de calor y chicharras prendidas, comunes a cualquier enero platense. Suenan fuerte, las chicharras, en el patio donde el calor del asado combate cualquier brisa de aire.
El trapo con el que también se seca los brazos, es un repasador que apoya religiosamente en la mesadita que tiene al lado de la parrilla, donde hay dos o tres cuchillos de distintos tamaños, algún vaso con agua o vino y hielo y un paquete de sal. Me insiste, entonces, y lanza su secreto, la llave en forma de fraseo del tesoro del bodegón: “La carne cara, es la más barata”. Lo miro: “Como escuchás: siempre es así. Los que vienen lo saben”.
Desde afuera, nada da indicios de que en esa casa de 50 entre 21 y 22, con puerta blanca de hoja doble y dos ventanas con rejas a cada costado, transpira el bodegón más céntrico que hoy tiene La Plata; a una cuadra y media del polo gastronómico que fue creciendo en plaza Malvinas, a minutos de la Catedral, ahí adentro, tan oculto como misterioso, aparece la leyenda que muchos oyeron de boca en boca: “Lo del Manteca”.


La casa tiene cerámicos naranja en el frente y una única identificación, de bronce, a la altura del marco superior de los ventanales. Es una placa de 1952: “Asociación D. S. y M. Tranviario Automotor”: Deportiva, Social y eme, intuimos, de Municipal.
Es que de la mano del bodegón con parrilla y minutas que funciona adentro, emerge el club de bochas fundado, en pleno auge comercial del transporte, por los viejos choferes de tranvías de la empresa “La Nacional” en los terrenos que a principios del siglo XX -época fundacional de la ciudad- pertenecían a la familia Tettamanti. Todo estaba en la zona: la sede de la empresa funcionaba en la vieja casona del actual Colegio de Agrimensores (51 entre 20 y 21); y los talleres tranviarios, en los galpones de ladrillo a la vista que hoy se usan como depósito de chatarra de Control Urbano, en 49 entre 20 y 21. Si algún “Pincha” con conocimiento de historia llegó hasta acá con la lectura, de seguro habrá detenido en el apellido Tettamanti: sí, el mismo que le cedió a Estudiantes parte de esos terrenos, al fundarse el club en 1905, para que jugara de local en el descampado donde hoy se levanta la plaza Malvinas.
Lo primero que se ve al entrar al club, pese a la tenue luz que acompaña la bienvenida, es un mueble marrón con estanterías donde se lucen viejos trofeos de conquistas de los tranviarios, la mayoría de bochas. El espacio funciona como una casual sala de espera. Tiene un banco largo de madera y un semipúblico celeste y verde de Telefónica, aún en uso, donde lo único que resalta es el número de una remisería amiga, escrito con fibra negra para llamar cuando la noche se hace madrugada y manejar es un mangar para el tubito de alcoholemia de los de afuera.
De ahí al salón principal, donde hay una barra y el grueso de las mesas, se llega haciendo equilibrio por un pasillo amplio que apila botellas vacías de Vasco Viejo y Norton y vacíos cajones de cervezas. A un lado, se esconde la cocina que expulsa las minutas y las fritas, papas deliberadamente cortadas en largas tiras y anchas como en los bodegones de antes; y a la derecha, el emblema del lugar, la cancha de bochas que es la otra excusa de unión social adentro del famoso “Tranviario”.


Las noches, de martes a sábado, pueblan la barra amigos bebedores –casi todos mayores de 50- que relatan anécdotas entre vasos de Gancia con limón, algún Fernet con Cinzano y muchas cervezas, en especial cuando el calor pide algo fresco que no sea agua con hielo. Entre los gritos y el bullicio, el Manteca va y viene del patio del fondo con la bandeja llena de chorizos y morcillas -pacientemente cortadas en porciones según la cantidad de comensales exacta de cada noche- y unas cuantas tandas más de pechito de cerdo, costillar de hueso grande, vacío y tapa de asado para los que optaron por el menú fijo parrillero.
La comida y la atención no tienen complejidades: los días clásicos son aquellos en los que el “Mante” prende la parrilla (jueves y viernes, mediodía y noche, y los sábados al mediodía) y cobra un menú fijo de 350 pesos que incluye papas fritas, ensalada mixta (cebolla, tomate y verde), carne de ternera y cerdo, como si fuera un tenedor libre: comés hasta “reventar”. Antes, los martes de noche, la semana gastronómica se inicia con una tanda de pollo con guarnición; y los miércoles repite, pero la carne muta de pollo a pescado frito, siempre con papas, ensalada o puré, a no más de 200 pesos por persona.
Me insiste el Manteca, fanático futbolero que no esconde su afinidad por el Olimpo bahiense y defiende el origen bonaerense y seleccionado de sus carnes y achuras: “Acordate de eso siempre: la carne cara siempre es la más barata”.

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viernes, 8 de marzo de 2019

La última cena de Edgardo



"Cena en Edgardo, lo más clase B. Cabezas de jíbaro, amigos y Fernet..." ("Lluvia dorada", Sergio Pángaro, 1999)

Cierra "Lo de Edgardo", un bodegón histórico del barrio Meridiano V. Crónica de una de las últimas noches, entre canciones de Sergio Pángaro, mesas al tope y las exquisitas milanesas rellenas con papas y huevo frito

Quizás, con los años, la estampa de Edgardo (la que ves acá: pantalón negro y bastón obligado en mano por un prontuario de lesiones de su paso juvenil por las inferiores de Estudiantes) bajando del auto, ayer, después de estacionarlo a las apuradas sobre el empedrado manchado por unas pocas hojas secas, forme parte de alguna antología urgente sobre lo que era el barrio que todavía resiste los cambios más abruptos; sobre lo que era Meridiano V y, más aún, sobre lo que era La Plata en esta porción de 71 entre 17 y 18 que hasta esta noche seguirá detenida en el tiempo como la máquina de divagar en el pasado jamás inventada, salvo en la ficción de McFly o en alguna distopía de literatura occidental.
Fue la anteúltima vez, ayer viernes, que Edgardo Ricci pasó la puerta de "su" casa para abrir el bodegón que es el surco inevitable de Meridiano V. Lo es desde los tiempos en que todavía el Provincial cruzaba camino a Mira Pampa por los andenes que hoy decenas de pibes usan para jugar sábados y domingos. Sello de tres generaciones de platenses durante seis décadas: abuelos, padres y nietos, como en estas últimas y eternas noches de febrero, compartieron mesas entre este centenar de cuadros, camisetas y fotos que hacían de "Lo de Edgardo" un restaurant con un museo de vida latiendo en cada rincón.
Si bien, puertas adentro, Ricci hace (me resisto a conjugar en pasado) inocultable su pasión por Estudiantes y la camiseta blanca de Aguirre Suárez usada en Manchester se distingue entre tantos emblemas, no faltan los recuerdos acumulados de cientos de clientes: banderines de Olimpo o San Carlos, viejas glorias en remeras de Cambaceres y Aldosivi, tics de automovilismo y otros deportes, botellas de marcas ya inexistentes, mulitas embalsamadas, frascos reciclados para amontonar antiguas monedas y siempre un tango de fondo saliendo vaya uno a saber de qué grabador (no, acá nada de mp3 o Spotify). Un archivo de memorias en poco más de 80 metros cuadrados, que suma, en un rinconcito, las famosas cabezas de jíbaro, tradición de la tribu shuar amazónica.


Hay un brevísimo letrero fileteado sobre la ventana izquierda que lo sintetiza todo, de piel y de alma: "No nos queremos parecer a nada más que a Meridiano V". Lo firma el propio Ricci, que ya cuenta 80 y desde los veintipico, como ladero de su padre, comandó el negocio (el viejo Bar Americano) que compraron con la indemnización después de que los despidieran del Provincial con el desguace del Plan Larkin, en el ’61.
La frase es un aforismo de guerra que sirvió para resguardar este secreto bien platense de los vientos modernos que "santelmizan" estos refugios como si el mercado gastronómico fuera un molde uniforme para copiar y pegar. Ni siquiera la letra que lo hizo popular entre los porteños, del Sergio Pángaro de Baccarat ("Lluvia dorada", 1999), amigo de la casa y cliente fiel en su etapa de estudiante y músico platense, pudieron doblegar la costumbre de antaño de este lugar. Acá la estirpe de transformación a la San Telmo pierde por goleada. Y es el propio Edgardo el que te lo remarca en cada sobremesa, como si su pasado como ferroviario del Provincial reviviera cada noche para dejar en claro las coordenadas obligadas a respirar al entrar al bodegón.
Las persianas americanas apenas dejan ver, desde adentro, el cartel manuscrito que es el único señuelo para los que vienen de afuera y desconocen lo que en el interior se esconde, sobre todo porteños y turistas que llegan atraídos por las sugerencias gastronómicas de suplementos dominicales: “Restaurant Edgardo”. Sencillito, escrito en rojo, letra cursiva. ¿Para qué más?
El lugar tenía otras características propias. Eran mandatos irreductibles de Ricci, condiciones que, salvo contadas excepciones para amigos y fieles, cumplía a rajatabla aunque los costos fueran perder un nuevo cliente ajeno a esas reglas: un horario rígido de apertura, donde él o alguno de los ayudantes te recibía detrás de la ruidosa cortina de metal; y la puerta siempre con llave, como una casa abierta al público curioso que caminaba por la 71 pero restringida para los pocos elegidos que aceptaban los “marcos legales” que su dueño imponía.


Hubo una época, no tan lejana pero más cerca en el tiempo a ese 1977 que vio pasar el último ramal del La Plata-Avellaneda, donde Meridiano V sólo era el barrio de la estación abandona del Provincial. Un par de bares de antes, con tragos ligeros y baratos, como el de 18 y 71 o el aguantadero de La Copetona, en 17 entre 70 y 71; y “Lo de Edgardo”, claro. No mucho más. No había centros culturales, ni cervecerías de venta rápida, ni negocios pintorescos con comida al disco donde la radicheta y el berro son “colchones verdes”. Era el empedrado, la estación del TALP a San Isidro, esos pocos bares y las milanesas rellenas, con papas y huevo, que sólo se comían en lo de Edgardo Ricci. Las que comimos anoche por última vez.
De eso no se vuelve. Hoy es la última chance de cortarlas y ver caer el queso tibio entre el doble bife de carne. A eso le vamos a decir nostalgia, desde el domingo, en el catálogo de anécdotas platenses.

 * Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en Tuco.