sábado, 19 de noviembre de 2022

Raúl Gaggiotti: vida de un bohemio platense


De raíces italianas, multinstrumentista, pero aferrado desde siempre a la marca hereditaria de su padre: el bandoneón. Viajó por América, grabó para EMI con su gran creación: “Los Cuatro Soles”, fue disco de oro. Generaciones de platenses se unen hace décadas en las noches de tango de “Lo de Raúl”, trazo de identidad local en el salón del barrio La Loma

Gaggiotti hace una pausa y mira con sus 80 años hacia el centro de una mesa del salón. Le suena el whatsapp del teléfono que tiene sobre la mesa. Se intuye que es uno de los proveedores.
“Ya estoy, ya estoy”, le contesta, apurado, con un audio, ante la insistencia de los que están esperando afuera, en la puerta del garaje, que es la entrada más grande que tiene el salón de 23.
Gaggiotti se levanta y aclara, desde lejos, ya rumbo a la puerta: “Es como siempre digo: en todo esto hay mucho celo, ¿viste?. Por eso no me quiere nadie – ríe, abre el portón y cumple con el llamado.

Un tano de apellido Gaggiotti
Raúl Gaggiotti nació en La Plata el 8 de mayo de 1942, en la casa que sus padres habían empezado a construir en un terreno de su barrio de siempre: La Loma. Cuando tenía cinco años, su padre italiano había logrado cierto bienestar económico, era un próspero cuentapropista y parte del comercio taller lo tenía en esa misma vivienda que habitaban. Así, su padre pudo solventar la llegada de dos de sus seis hermanos, desde Italia hacia Argentina, después de la Segunda Guerra. Otras subjetividades: 1947.
Ahora, ya en 2022, siendo las 21 de uno de los tantos sábados de agosto y, del lado opuesto de una casa de 43 casi 23 donde vive el músico Raúl Gaggiotti, se empieza a imantar una prolija fila con los habitués de todas las edades que coronan los fines de semana en las noches del salón “de Raúl”. El músico toca en minutos…
¿Quién es Raúl Gaggiotti? Para muchos, no sin sintonía fina generacional, un tanguero que sube a un bucólico escenario, construido sobre un improvisado altillo, cada martes y sábado que suenan boleros, milongas y tangos en la profundidad de un galpón de 23 entre 43 y 44 del barrio de La Loma, en la capital bonaerense; para otros, el músico que tiene el salón de baile más legendario de La Plata; para muchos más, el que le dio nombre y concepto a aquel grupo de los ’70: “Los Cuatro Soles”. Un hombre de 80 años con historias que van y vienen entre las diagonales de la ciudad.
“Con mi hermano, Ángel, siempre fuimos aprendices de mi papá, que era mecánico electricista. Mi viejo era muy inteligente. Vino de Italia, solo, con apenas 18 años. Lo primero que hizo fue trabajar en los hornos de ladrillo de la zona de Las Quintas. Así empezó. Pero enseguida descubrió, leyendo un aviso de un diario, que podía estudiar radio por correspondencia; a distancia, bah, como dicen ahora. Entonces, logró que un panadero amigo, de esos que por esa época repartían la mercadería a caballo, le llevara los deberes que hacía mientras estudiaba de noche. Así los completaba y se los entregaba. Mi papá no tenía tiempo ni para salir: en esos hornos, se trabajaba de sol a sol, de corrido y con comida incluida. No se descansaba nunca. Y, como era por correspondencia, el panadero le levantaba la tarea cada semana y la dejaba en alguno de los buzones de la zona”.
La memoria de Raúl Gaggiotti le hace gambeta a la fragilidad y ancla en la segunda mitad de los ’30. Mientras trabajaba de hornero, cuenta que su padre italiano –llamado Ángel, como su otro hijo y hermano de Raúl- leyó un aviso gráfico de la casa Richard Radio, un negocio de la comercial diagonal 80 de aquella época. Ofrecían empleo para cubrir un puesto: “Se necesita armador de radios”, decía el escueto recuadro del diario.
“Mi papá se mandó, nomás, y se presentó”, se embarca Raúl. “Y, como ya tenía el curso de electrotécnico aprobado, quedó. Arreglaba una radio por día. No paraba nunca. Además, de noche, cuando terminaba la jornada, ayudaba a varios amigos que ya tocaban música, como Angelito Scatolini. Era toda gente del barrio, de acá de La Loma”, gesticula Gaggiotti y memoriza encadenando gestos hacia la esquina de calle 22, en la inmensidad ahora vacía de su salón. “Es que varios de esos ñatos que se fueron haciendo amigos de él, tocaban el bandoneón, en fiestas, con distintas orquestas que se iban formando. Algo muy usual en ese momento. Entonces a mi viejo se le dio también por el fuelle y por empezar a estudiar música de a poco”.
Mucho antes del nacimiento de Raúl, su papá Ángel ya se había afincado en La Loma. Invitado por Scatolini, con el que había cultivado una hermanada amistad, se mudó a la casa de esta familia, en la zona de 28 y diagonal 73. Hasta que con la estabilidad económica del empleo en Richard Radio y varias changas, como arreglar emisoras, planchas o hacer instalaciones eléctricas de manera particular como cuentapropista, logró dar con un terreno para construir una pequeña casita, en 22 y 42. “La gente hacía cola en la casa de mi viejo. Era como una novedad para todo el barrio tener un negocio así”, exagera Raúl.
Para ese entonces, el tano Ángel Gaggiotti ya había conocido a quien sería su futura esposa y mamá de Raúl: María Lóbero. Fue mientras tocaba el bandoneón en modestos eventos de Hernández y La Cumbre. Lo había contratado una numerosa familia de esa zona rural para que hiciera trabajos de electricidad en un galpón; la familia quintera del futuro abuelo de Raúl Gaggiotti, que tenía ocho hijas mujeres. Una de ellas, María, conocería a Ángel mientras completaba las changas en esos galpones de las afueras de La Plata.
“Mi viejo iba a esa casa en Hernández y se quedaba mucho más tiempo del que tenía para trabajar. Era porque se había enganchado con mi vieja y no quería perderla. Trabajaba lento para quedarse”, confiesa. Y vuelve a reir en largas carcajadas que parecen, también, actuar como catarsis.

La infancia en La Loma
Contra esa amnesia tan irremediable como característica de las primeras infancias, Gaggiotti recuerda con precisión de orfebre.
“Mi papá, Ángel, ya había dejado el empleo en Casa Richard y pudo conseguir otro terreno. Fue para la época en que llegó el primero de mis tíos desde Italia, como dije, después de terminada la guerra. Quedaba por la ruta 2, cerca de lo que hoy es Estancia Chica. Mi viejo seguía tocando el bandoneón y se presentaba en vivo en algunos lugares. Además, mientras estudiaba, me enseñaba a tocar a mi. Salía con él, tocaba… Y yo tenía 5, 6, 7 años: nada más. Siempre fui muy apasionado de todas esas cosas que hacía al lado de mi papá: la radio, los transformadores, los parlantes, la mecánica de autos, la música. ¡Mirá mis manos!”, señala y gira su palma derecha para que se vean las marcas negras indelebles que se forman cuando uno mete cuerpo dentro de algún motor. “Y todavía sigo, eh. Pero, bueno, en esa época uno se entretenía así: también iba a otra quinta que mi familia había conseguido por La Cumbre, donde se producía de todo. Hacíamos chorizos, había chanchos: usábamos hasta las uñas de los animales para comer. En mi familia sabían de todo: cómo hacer la siembra, cómo criar animales. Todo aprendido de Italia. Yo estuve desde muy chico rodeado de toda esa cultura, de todas esas costumbres. Y mi mamá, María, también había adoptado todo eso”.

La orquesta de Delbueno
Criado en La Loma, Raúl Gaggiotti fue a la primaria en la Escuela 19 “General José de San Martín” de 22 y 41. No podía ser otra. Después llegarían sus temporadas en el Colegio Industrial y, con 20 años, se le abriría la primera ventana en grandes ligas: fue convocado para sentarse con uno de los bandoneones en la multiorquesta de Tango Moderno de Horacio Delbueno. No recuerda cómo, pero ahí llegó. Tocaron en innumerables clubes de La Plata, Buenos Aires y la Provincia y, ya siendo quinteto, se presentarían durante una temporada en el programa Casino Phillips, que se emitía por canal 13. Ciclo que, entre otros, supieron conducir consagrados del medio como Juan Carlos Mareco. Era 1962 y Raúl Gaggiotti, además, había entrado en la colimba, justo en el año de la interna militar entre Azules y Colorados en el gobierno de facto de José María Guido.
“Tocábamos mucho, ¿ves?”. Gaggiotti señala un cuadro en blanco y negro de agosto de 1965, formado, él, con el quinteto de Delbueno en el programa de canal 13 al lado del violinista de la orquesta que usaba nombre artístico: Jorge Durán; sí, el mismísimo Jorge Pinchevsky…
“Pero yo ya sentía que la gente no quería el tango de siempre, el tango clásico. Entonces, como estudiaba ingeniería electrónica en el Industrial, me puse a fabricar mis propios instrumentos porque acá no llegaban los equipos importados. ¡Un loco!, je. Y así arrancamos. Primero fue una guitarra eléctrica, con madera: sacaba las escalas de las notas, y la distancia que debía haber entre las cuerdas, algebraicamente, con logaritmos y análisis matemáticos. Con un compañero hicimos esa guitarra y el bajo, el mismo que está ahí (Raúl interrumpe la entrevista, se levanta y mira hacia el escenario del altillo donde está el instrumento: “Ese: ¿se ve?”) y usé toda la vida. Y, además, como mi papá trabajaba con radios viejas en la reparación, tomaba los parlantes, de esos grandes de las radios que todavía funcionaban con bobinas, los uníamos y armábamos una pantalla gigante, de madera, para tener sonido amplificado”.
- ¿Te ayudaba tu viejo?
- Y, sí: siempre. Él sabía muchísimo de electromecánica. Sabía de todo. Muy inteligente- insiste.

De Hierba a Los Soles
“Y ahí el tango se quedó, ¿viste? Sentía eso. Y encima El Club del Clan lo cambiaría todo”, proyecta Gaggiotti, trazando una tangente a la segunda mitad de la década del ’60. Cerrar con el quinteto de Delbueno fue la inyección vital para orientarse a otros ritmos e instrumentos. Llevaba años en el bandoneón, que aprendió desde niño viendo y escuchando a su padre Ángel, y bifurcó hacia sonidos melódicos. Comenzaba la etapa de la primera formación con “Los Cuatro Soles”, con Raúl en bajo, su reciente creación artesanal. Pero el inicio no fue el esperado.
“Formamos ‘Los Cuatro Soles’ junto a un muchacho que estudiaba, conmigo, ingeniería en el Industrial: Leonardo Camacho. Beto Orlando trabajaba, en ese entonces, en una zapatería de calle 6, Azari, y empezó a venir con nosotros porque el cantor original nos había fallado una noche. Tenía una vocecita rebuscada, Beto, pero quedaba muy bien. Ahí se nos dio por tocar y recorrer pueblos y ciudades de la zona. Salíamos con mi camioneta y cargábamos todos los equipos ahí. Era una Chevrolet Apache, que sigo teniendo. La habíamos armado con mi hermano y mi papá, equipada con una caja para poder cargar todos los equipos. Siempre todo lo hacíamos nosotros, ¿viste?, acá en el taller de 22 entre 42 y 43”, remarca sin falsa modestia: “Gaggiotti siempre fue negocio, je. Teníamos hasta la camioneta para hacer el flete y llevar los equipos. Y la camioneta nunca fallaba porque la había armado yo. Y, si se rompía algo, lo arreglábamos nosotros. Siempre fui negocio para todos”.
Gaggiotti hace silencio y vuelve a mirar con complicidad. Ríe. No habrá respuesta en la que no sintetice lo que para él es una comunión familiar vital que siempre existió a su alrededor para apoyar sus proyectos e ideas, como quien necesita revalidar, ante el curioso de afuera, lo que se ganó en vida. Padre, madre, el hermano, su mujer, los hijos, nietos. Todo queda en familia.
“Nos estaba yendo muy bien con ‘Los Soles’. Y así, un día, llegamos finalmente a Odeón porque nos habían convocado para grabar. Pero el sello nos quiso imponer otro baterista para que no registrara el nuestro, que era un morochito al que le decíamos Quique. Ellos grababan con conjuntos profesionales y después superponían, encima, la voz principal del cantante. Los sellos se manejaban así. Y yo me negué, porque quería registrar con la formación original: la que era nuestra, con la que veníamos tocando juntos en La Plata. ‘No voy. Pero el nombre dejalo’, le dije a Beto. Pero ellos ya lo habían registrado en la etiqueta. Los tipos, vivos: yo había trabajado por toda la zona, en Mar del Plata, en la Provincia, ya éramos conocidos. Y así vendieron discos más fáciles. Se quedaron con el nombre ¡Fui un tarado! No tenía esa habilidad para desconfiar. Y Beto se quedó y grabó…”
Esa formación original era Quique Pellegrini, en batería; Raúl Gaggiotti, en bajo; y Edgar Burgos, en guitarra. Así nacería el “Grupo Hierba”, del desprendimiento original de Raúl Gaggiotti con su nombre emblema de los Soles; y de la separación de Alberto Orlando Otero: “Beto Orlando”. En Hierba, la voz la tomó un platense de la localidad de Olmos: Néstor Rivero. Lo cuenta el propio Rivero en su biografía, en una web que creó durante su larga estadía en España: “Mi elección profesional era llegar a ser abogado. Sabiendo cuál sería mi futuro, trabajaba y estudiaba. Mientras tanto y sin buscarlo, música, guitarra y canto, siempre estaban conmigo, en cualquier reunión, festejo o invitación. Y así, a finales de los sesenta, me encontré formando parte de un conjunto local de mi ciudad –‘Grupo Hierba’- como cantante y guitarrista”.
“Pasaba que iban a ver a ‘Los Cuatro Soles’ en vivo y no me encontraban. ‘Raúl, no te vimos’, me decían. Y yo les contaba que estaba trabajando, que por eso no había podido ir. ¡Mentira! Si lo pienso ahora, fue una discriminación total. La gente iba a verme, pero no me encontraba. Cantaba Beto Orlando y el resto de la banda era la que había puesto Odeón para grabar”, se lamenta, no sin bronca, Gaggiotti.
Entre 1970 y 1972, “Los Cuatro Soles” registraron dos discos sin los miembros originales que venían haciendo la carrera en vivo (“Canta Beto Orlando” y “Los Cuatro Soles y Beto Orlando”). Pero Orlando comenzó enseguida su carrera solista, dejó el grupo y ahí se reabrió la posibilidad para que Gaggioti retomara la dirección en “Los Cuatro Soles”. Junto a Néstor Rivero -guitarra y voz como en conjunto Hierba-, Alberto Camiña –batería- y José Ernesto –bajo- grabaron el primer LP en 1973 (“Con el calor de Los Cuatro Soles). En 1975 llegaría el éxito (“Nunca más podré olvidarte”) que les daría cifras de disco de oro, ya con Joselé, El Españolito, en voz. Y, entre 1977 y 1978, registrarían “Amémonos esta noche” y “Distinguidos”, con un nuevo cantante: Osmar Allende.
“Yo ya tocaba el órgano, el mismo que sigo usando ahora en ‘las noches de Raúl’, acá en el salón. También lo fabriqué yo, eh, como las guitarras y el bajo. Nos citaron, entonces, para ir a grabar a Odeón y firmé contrato en 1973. Néstor también firmó conmigo, pero después de grabar el primer disco le propusieron empezar la carrera solista. Ahí llegó Joselé para reemplazarlo: ‘José Cañete Aranda’, se llamaba. Viajamos a México, a Estados Unidos. Fue cuando tuvimos el éxito del corte de ‘Nunca más podré olvidarte’. Ya ‘Los Cuatro Soles’ eran muy conocidos y famosos en México. Por eso yo me había propuesto, cuando terminara el contrato con Odeón, irme a hacer música, boleros, tangos y grabar allá. Quería firmar con otra compañía. Pero nunca lo pude hacer. Eso de ‘la letra chica’ del contrato me perjudicó y se terminaron quedando con el nombre del grupo, aplicándome una cláusula que desconocía. Me despojaron del nombre, literalmente. Duramos unos años más tocando, mientras avanzaba el juicio y el sello formó otro conjunto de ‘Cuatro Soles’, que grababa y salía a hacer vivos. Lo gracioso era que la gente iba a verlos y preguntaba por mi: ‘¿Pero si yo contraté a Gaggiotti?’, decían. ‘¿Dónde está, Raúl?’ Me conocían a mi: yo tengo un nombre, ¿viste?”

De Los Soles a La Corchea
La justicia terminaría fallando a favor de EMI-Odeón varios años después: Gaggiotti ya no podía presentarse, tocar ni grabar bajo el seudónimo de “Los Cuatro Soles”. Era principios de los ’80. Se cerraba una etapa, germinaba su carrera solista como “cantantorquesta” y la idea siempre latente de abrir un salón musical para continuar el legado.
- Y ahí empezó tu etapa de multinstrumentista…
- Claro. Tocaba todo solo: el órgano, el bandoneón, la guitarra, acompañado nada más que por un baterista, de nombre Miguel Velasco. Hacíamos tropical, cumbia, boleros, tango: de todo. Pero pasó el tiempo y también me propuse empezar a cantar. Aprender. Y, ya a mediados de los ’80, sería 1984, fui a tomar clases de canto en el Teatro Argentino con Mario Monachesi, que también había sido director del teatro, maestro de escuela italiana y encargado del Coro Estable. Fueron casi seis años de estudio para llegar a cantar lírico como ahora, que tengo 80 y la voz perfecta. Nunca me quedé afónico. Jamás, ¿viste? Y a Monachesi lo impacté.
Gaggiotti tuvo, en esa década del ’80, una breve participación artística junto a Raúl Fernández Guzmán (Shériko), el autor de “Es tiempo de alegrarnos”, hitazo de los ’70 que llegó como canción a las tribunas del fútbol argentino hace décadas. Se juntaron los dos y dejaron registro: “Un musiquero de ley”.
La placa de la puerta identifica al indisimulable salón de 23 entre 43 y 44 como “La Corchea Melódica”, la última creación de los Gaggiotti. Pero, para todos, la síntesis tiene tres vocablos: “Lo de Raúl”. Una construcción de cinco lotes originales que la familia fue comprando con los años para seguir ampliándolo. “Todo dinero que gané con la electricidad, ¿viste?”, se apura en aclarar.
Empezó en 1988 siendo un pequeño reducto, en el sector central del galpón actual, con espacio para un selecto grupo del ambiente. Pero con los años lo fueron extendiendo hasta lograr la habilitación definitiva: “Es que se llenaba siempre. Siempre, eh: todos los días. De jueves a sábado, con los jueves para ‘la tercera edad’ y después con baile, tropical, cumbia, milonga. Ampliaba el salón y más se llenaba. Siempre un éxito. Por eso, hará 15 años ya, empecé a abrir los martes y sumar para que sea el día de las milongas y el tango. Además, yo ya era ciudadano ilustre gracias a la gestión de Alak…”
¿Pero qué es “Lo de Raúl”? “Tiene un aura de contraseña conocida y cercana que circula de boca en boca entre cierto mundillo universitario. Una milonga que sorprende por ese aire ineludible de cruza entre sociedad de fomento y la sensación de tiempo detenido, con sus telones oscuros y las guirnaldas sumado a la inmensa pista; y la ronda, en su momento, coronada con la voz de Ángel Vargas y jóvenes bailarines alternando con parejas más entradas en años, pero con idénticas ganas de abrazarse y caminar el circuito. No hay en la ciudad algo parecido a ‘Lo de Raúl’, por su mixtura de públicos, entre aquellos que codifican el código del tango tradicional y aquellas generaciones más nuevas que lo resignifican. Ver sonar en vivo al bandoneón de Raúl es una de las atracciones que hacen de su milonga un clásico perdurable”, apunta el periodista Mario Basiuk, especializado en música y ritmos tradicionales.
Gisela Magri es compositora, docente, antropóloga y habitué del popular salón desde hace décadas: “Siempre fue un emblema de La Plata. Una forma de entrar en un universo paralelo donde es validada y aceptada la coexistencia de esos mundos: lo bizarro, lo solemne, lo diverso, lo popular y lo formal. Todo junto. Esas tandas interminables de tangos, arriba del buffet sobre esa suerte de plataforma-terraza musical, con toda su familia acompañando: no conozco lugares así, ni en Buenos Aires ni en movidas de tango similares. Recuerdo cómo se extrañó en pandemia, dentro del ambiente milonguero, esa rutina de los martes de ir a comer y bailar”, enfatiza y ensaya ideas sobre la multiplicidad de corporalidades que se fueron incorporando al espacio a partir de lo que considera cierta flexibilización de la mirada patriarcal más conservadora.
“Mucha gente de distintos ‘palos’ musicales, más allá del tango, empezaron a ir al salón de Raúl por esa cosa, también, de atractivo kitsch que tiene y que, indudablemente, lo puso muy de moda en los últimos años. Incluso –agrega entre risas- tengo colegas amigas que son profes y han llevado a sus alumnos y alumnas para observar estos fenómenos en relación al tango. Hay toda una fenomenología con relación a Gaggiotti que es muy atractiva. Por eso se fueron incorporando otras poblaciones, otras corporalidades del tango, otros cruces. Hubo momentos donde se hacían evidentes las miradas condenatorias o incomodantes a personas que iban más desde el gesto queer, del baile entre personas del mismo género o del intercambio de roles; y no desde el binarismo del baile. Tratando de derribar esos conceptos más patriarcales, hubo un freno implícito desde la mirada oficial”, confiesa. “Pero con el tiempo esa reacción conservadora se fue haciendo más lábil. Hoy, entiendo, es un espacio mucho más abierto y menos reacio, porque ya está más naturalizado, con menos quiebres, con superposición de esas miradas que hacen que sea un espacio muchísimo más diverso que otros”.
Orquesta, legendaria milonga, bodegón popular, pyme familiar, salón de encuentro tanguero que reúne a cuatro generaciones. Todo cuaja y es posible. “Vamos a Gaggiotti” se configura, en la cultura platense, como una contraseña cómplice de una numerosa grey platense de jóvenes universitarios y una variopinta tribu de hombres y mujeres de 30 a casi 80 años. Ir “a Gaggiotti” es mucho más que un código del boca a boca en las noches platenses de martes o sábados. Los martes, para milonguear, cortar la semana y cenar a precios de bodegón popular; los sábados, de los románticos, al tropical y la cumbia.
La escena se repite una vez más: el abarrotado salón quedará en pequeños murmullos unos segundos, después de una interminable seguidilla de valsecitos que acompañaron a innumerables parejas, y el silencio coincidirá con el momento en el que Raúl Gaggiotti dejará una de las mesas más próximas a la barra y se dispondrá a subir a su escenario, armado en ese altillo que envuelve a la legendaria cocina familiar.
“¿Sabés por qué lleno cualquier baile y me va bien? Primero, porque me casé con una mujer que sirve y acompaña: con mi mujer. Y me fue bien. Y porque formamos un equipo de muchas personas, con muchas raíces: hijo, hija, nietos. Sin un equipo de familia, acá, en Argentina, no hacés nada. Ellos saben que todo este imperio es de ellos. Me vieron creer, vieron crecer el esfuerzo de mi padre. No dependimos nunca de nadie”, remarca, ya algo apurado y agitado mientras hojea las fotos del álbum familiar y faltan minutos para que vuelva al altillo y se cruce el bandoneón entre las piernas. “¿Sabés, qué? Y voy a seguir, eh. Mirá el salón. Lo hice todo: los techos, las soldaduras, la cableada, el escenario, los baños: todo con mis manos. Y tengo 80 años”.
Hay algo de Nino Manfredi en la icónica “Feos, sucios y malos” a lo largo de todo el relato. Y no es solo Italia.

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en Begum 0221.

viernes, 11 de noviembre de 2022

El hito de Entre Ríos y los 42 campeones AFA


El campeonato de Patronato de Paraná en la última Copa Argentina rompió una tradición de ocho décadas de dominio absoluto del eje fundacional del fútbol asociacionista, dominado por clubes porteños, del Gran Buenos Aires y de Rosario

Hay que retroceder hasta 1944 para encontrar al último campeón de una competencia nacional, organizada por el ente oficial, cuyo origen no esté dentro del eje fundacional histórico de AFA, comprendido por el área Metropolitana de Buenos Aires y la provincia de Santa Fe: San Martín, el “Santo” de la provincia de Tucumán, cuando consagró en el llamado Campeonato de la República de 1944.
Ese hito quebró, el pasado 30 de octubre y 78 años después, el Club Atlético Patronato de la Juventud Católica de la ciudad de Paraná: que una institución ajena al circuito productivo de los puertos Buenos Aires/Rosario/Santa Fe consiga un título oficial de AFA. Cierto también, imposible obviar el único galardón oficial de división superior que consiguió un club de Córdoba, con el Talleres de Ricardo Gareca en la Copa Conmebol 1999. Pero, huelga aclarar, es un título internacional organizado por la Conmebol a la cual está asociada, claro, la Asociación del Fútbol Argentino, que no lo organiza de forma directa. El Matador cordobés y Defensa y Justicia –copas Sudamericana 2020 y Recopa 2021- son los dos únicos clubes afiliados directa o indirectamente a la AFA que ostentan títulos oficiales a nivel internacional sin haber podido consagrarse a nivel local.
Pero hay más: esa nómina de dos, para algunos investigadores se amplía a tres al incluir al Central Córdoba de Rosario campeón de la Copa de Honor “Beccar Varela” de 1933, que, si bien fue organizada por la AFA par cerrar la temporada (similar al formato de hoy con la novata Copa de la Liga), la consideran internacional por haber contado con la participación de cuatro clubes de Uruguay: Defensor Sporting, Nacional, Peñarol y el modesto Sudamérica.
Además de Talleres, Defensa y Central Córdoba, hay otros 39 equipos argentinos que, desde fines del siglo XIX, han ganado al menos una competencia oficial organizada a nivel “nacional” por la hoy AFA, llamada así desde la fusión definitiva de la Liga Profesional disidente y la Asociación Amateur oficial, en 1935.

La geopolítica, condición necesaria y suficiente
Pese a que el país tiene 24 jurisdicciones administrativas, a lo largo de la historia los clubes campeones de las competiciones nacionales e internacionales oficiales se reparten sólo entre seis de ellas: Ciudad Autónoma de Buenos Aires y las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Tucumán, Entre Ríos y Córdoba.
La geopolítica interna del país condicionó al fútbol criollo desde principios del siglo XX; la marca de su principal puerto comercial y comunicacional como eje de salida hacia el “mundo”, también. Hubo algunos mínimos atisbos de reconocimiento en los albores del fútbol como identidad colectiva, cuando la AFA, de aún denominación inglesa con “football” en lugar del castellanizado fútbol, amplió las “fronteras” de lo argentino reconociendo a la liga regional de Rosario, a la que incorporó oficialmente de manera regular para que se enfrentara contra el campeón porteño en la disputa anual del llamado Campeonato Argentino –la Copa Ibarguren- desde 1913. Porteños contra rosarinos jugando por el título “argentino”.
Los límites de la nacionalidad futbolística oficial, en la práctica, se abrieron desde siempre dentro de la pampa húmeda, contemplando a los clubes rosarinos y, sólo años después, a los santafesinos. Pero poco más. De hecho, de esos concursos organizados en el circuito productivo de los puertos Buenos Aires/Rosario salieron los representantes argentinos que jugaron las primeras copas internacionales contra los uruguayos. De allí que, a más de cien años de consolidarse esta estructura, aparezcan consagraciones de clubes como Tiro Federal o Atlético del Rosario, hoy un participante habitual del rugby nacional que, sin embargo, fue parte constitutiva del nacimiento del football criollo, siendo el primer club rosarino de la historia en disputar el campeonato de Primera División: en 1894.
Desde sus orígenes, la historia oficial del fútbol nuestro designó a sus “campeones nacionales” por la Copa Campeonato que exclusivamente jugaban unas pocas –pero trascedentes, claro- instituciones ubicadas dentro de Buenos Aires y su Área Metropolitana.
Recién entre 1939 y 1948 se dio una primera apertura “efectiva”, sumando a las entidades más representativas de Rosario y Santa Fe como afiliadas directas de AFA. Así empezaron a competir de forma regular en los concursos porteños: primero fueron Newell’s Old Boys y Rosario Central; luego Unión y después Colón. Pero no sería sino hasta 1967 -pese a la discontinua disputa de competencias como la Copa de la República - y la creación del Torneo Nacional, cuando, después de siete décadas, se organizaría un torneo evidentemente “argentino y federal”, con representación regular e institucional de la mayoría de las provincias. Fue cuando los “grandes” del interior empezaron a tener visibilización a nivel nacional y aparecieron los primeros títulos en Primera División de los dos grandes de Rosario; o los subcampeonatos de Talleres (1977), el Racing cordobés (1980) y el Unión santafesino (1979). El albiazul cordobés tendría otras grandes campañas: fue 4° en 1974, semifinalista en los campeonatos Nacionales de 1976 y 1978 y 3° del Torneo de Primera de 1980, cuando se ganó en la cancha el derecho a jugar anualmente el Metropolitano de los porteños gracias a la Resolución 1.309.

Los 42 campeones de torneos superiores de AFA
Al Atlético del Rosario (Rosario Athletic) lo abraza el honor de haber sido el primer campeón “del interior” de un torneo de fútbol organizado por las entidades oficiales antecesoras de la hoy AFA: el primero “no porteño” en lograrlo. Ganó tres ediciones de la Copa de Competencia “Chevallier Boutell” (1902-1903-1905). Considerada la primera competición internacional del continente, era organizada entre clubes del torneo de Buenos Aires (Argentine Football Association), la Liga Rosarina y la Liga Uruguaya.
De Rosario, también se anotan como campeones: Tiro Federal (Copa Ibarguren 1920), Central Córdoba (Beccar Varela 1933) y, claro, Rosario Central y Newell’s Old Boys, los campeones “modernos” rosarinos que también se anotan con varios títulos del profesionalismo en el principal campeonato de Primera División, la hoy Liga Profesional.
Por fuera del eje del puerto de Rosario, recién en la temporada pasada la provincia de Santa Fe pudo anotar a un campeón de otra ciudad: Colón, de Santa Fe de la Vera Cruz, al levantar la Copa de la Liga 2021. El Sabalero pudo revalidar para la capital el título que se le había negado en 1979 a su archirrival Unión, cuando el Tatengue perdió la final del Nacional de Primera División por diferencia de gol. Se dijo: Tucumán, con San Martín; Córdoba, con Talleres; y Entre Ríos, desde este año, con Patronato, completan el círculo de privilegio “del interior”.
Los “otros” campeones pertenecen todos al eje fundacional del Área Metropolitana de Buenos Aires: de Boca y River, a Tigre o Sportivo Dock Sud, se reparten la titularidad de 374 competiciones oficiales de la máxima categoría, entre campeonatos regulares y copas, sobre un total de 404 concursos organizados oficialmente entre 1891 y 2022.
Campeonatos, copas, torneos por puntos a una y dos ruedas, títulos de un partido, campeonatos rioplatenses, trofeos definidos por diferencia de gol, por corners a favor o por penales, como se estila en la era moderna desde la década del ’70. 403 títulos oficiales repartidos entre 42 instituciones de cinco provincias y la Capital Federal.
De todo, como en botica.

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en 90 Líneas.