miércoles, 23 de diciembre de 2020

Oscar


- ¿Qué vas a tomar?
Se lo escucha a Ramón, de fondo. Saluda desde la barra, vaso de Palermo por la mitad lleno de espuma y siempre en la derecha; en la otra, el pucho, armado con tabaco de ocasión por la escasez de Phillips.
- Ey… Rulito, me dan la bienvenida.
Entro por el pasillo esquivando las cajas todavía cerradas de Carcassonne. Apoyo la bici sobre la heladera dejando un hueco estrecho. Las panzas por venir notarán la diferencia del paso. Ya adentro, levanto el gesto al pasar por el palet y me acerco a las mesas.
- ¡¿Cómo va?!, disimulo. Le contesto a Oscar: Lo de siempre. Pero con limón y sin hielo. Acá le agrego soda, le digo.
Me siento, mientras, en el rincón más oscuro y dejo el pañuelo de barbijo sobre la mesa, debajo de una tele silenciada apuntada en Crónica. Deben ser doce y pico. Es martes. Se escucha más mullido que lo normal el paso raudo, por la bajaba de la 70, del 273 cartel verde ahora modernizado como los de neón. Todavía hay sol de verano, afuera, pero ya se te pega al cuerpo abrigado la molesta humedad de abril.
Adentro estamos casi a oscuras, apenas con el tubo blanco y el brillo que llega desde la puerta del patio que te manda al baño. Es leve, pero suma, además, la franja de luz horizontal que entra entre los veinte centímetros que separan el piso de mármol del zócalo donde apoya la persiana del frente.
- Fue idea del Bocha, comento.
- ¿Qué cosa?, indaga Ramón.
- Dejar el hueco.
- ¿Por los pulmones de este?, dice Roque y lo mira a Oscar, mientras cierra la boca y extiende la negación con una mueca de labios.
Somos cinco en ese espacio, todos ubicados como las puntas de un pentágono coronado por la presencia de pie, de Oscar, siempre a la derecha del mostrador con bisagras que se levanta para ir al patio y de allí al pequeño baño. La tabla se engancha de los bordes de la Villar. El viejo refrigerador supone auspiciar de barra, ganando adeptos cuando la multitud es norma.
- Pasame los hielos.
- ¿Le pongo uno o dos?, insiste Oscar.
- Deeejá que los pongo yo, viejo, se ríe Ramón.
- ¡Este viejo no cambia más!
Ríen todos y brindan a la distancia. Se siente abrir la puerta.
- Soy, yo: Petiso, dice.
- Pasá y poné la traba, dale.
El Petiso entra. Saluda y va rápido al baño. Vuelve, deja las llaves del auto sobre la mesa y saca dos hojas escritas llenas de números y una lapicera que lleva en la oreja.
- Doble al 14, dice el que se apoya sobre el otro Villar, el que está apagado del lado del patio.
- Yo, redoblona, la de siempre.
- Esto es tuyo. De ayer. Casi me olvido: perdoná, Bochita.
El Petiso le paga 1.200 en prolijos billetes de cien que saca del bolsillo derecho, donde tiene otra birome colgada. Se queda menos de cinco minutos. Toma un agua chica y sale rápido. Se va al Cementerio.
- Pago la última, dice el afortunado. Anotale una a cada uno.
Oscar se niega.
- ¿Por qué?, reniega el Bocha.
- Tengo que cerrar… tomar los remedios. Quedan pagas.
Las cinco copas que esperan ser consumidas o los tres meses desde esas siete palabras de Oscar. Dicen que no lo vieron, más, como a Molina, ese que dejó de pisar el bar de Pierrot.