sábado, 30 de abril de 2022

Moconá: las cataratas "ocultas" de Misiones

Un lucero por la panorámica ruta 2 en el corredor verde misionero: el río Uruguay acompañando el paso forastero a lo largo de 300 kilómetros, hasta los saltos del monumental escalón natural de agua que corona el Moconá en la frontera oriental de Argentina y Brasil

“Es que era así. Hasta hace unos años, nomás, llegar al Soberbio era una aventura”, me dice Vini. Se sirve el enésimo mate en un Termolar de dos litros que algún pariente habrá comprado enfrente, en Brasil, hace décadas. Irrompibles y con pico cebador, como el snobista Stanley de hoy que popularizó el Instagram de Messi. Mate con yerba en polvo, extra tamizada, como se toma “del otro lado”: en Río Grande do Sul.
Veinte horas y la tarde ya acostumbra noche a esta altura en la espesura verde del camping del arroyo Paraíso, donde estamos. Es el momento en el que decenas de insectos, silenciados por el ardor del turismo vespertino, se anuncian y pechean la noche silbando en la oscuridad. Vini se recuesta sobre la reposera, convida otro mate a su novia y acomoda unas latas de cerveza Skol que le llegan en balsa desde Brasil, cruzadas desde El Soberbio.
“Esperame que acomodo”, insinúa y me grita a distancia, agachado sobre el único frezzer que tiene la improvisada proveeduría.
“Imaginate lo que te cuento que había que caminar kilómetros largos por la ruta. Todavía era de tierra, así, ves –me señala el piso colorado del quincho- y había que hacer dedo porque cuando llovía los micros ni entraban: se quedaban allá en Soberbio, donde terminaba el asfalto. Los que vivimos en la selva nos criamos así: yendo y viniendo a la escuela casi ocho kilómetros por día, escuchando los relatos de mi abuela de lo que era caminar hasta Soberbio, que en ese momento era lo último que había. De ahí para acá, nada”, ejemplifica, ya agitado, y hace un ademán ligero, ahora, apuntando al este con la mano que tiene libre.

Hacia la travesía
El Soberbio es la ciudad de apenas 6.000 habitantes que durante años moderó de punto último de posta para emprender la aventura final hasta descubrir los desconocidos y pocos explotados Saltos del Moconá. Eran más de 70 kilómetros, desde allí, por la ruta 2 a través de un camino pedregoso, zigzagueante y de tierra colorada, que sólo permitía el paso de autos altos bien equipados o, directamente, de camionetas 4x4.
Viajar por esa ruta es bucear entre la esencia virgen de la selva y la cultura misionera hibridada por un portuñol que traspasa generaciones de un lado y otro de la frontera del Uruguaí. Colonos europeos, de Alemania, Polonia, Suiza, hasta de países eslavos, descendientes de originarios guaraníes y mestizos que cruzan todas las razas.
El rojo abrasivo de la tierra de los valles, el verde del follaje característico de la yerba en zonas cada vez más explotadas y menos selváticas, el celeste del cielo, se sumergen en cuadros que priorizan caballos y bueyes con carretas, infinidad de camionetas y camiones con la producción maderera local y peatones sobre la banquina que indican la alta densidad poblacional de los campos misioneros con innumerables minifundios de pequeños productores autónomos. Todo muy Bragentina…
Pero la reactivación económica posterior a la “crisis del 2001”, con el dólar devaluado al triple entre las presidencias de Duhalde y los primeros años de Kirchner, motivaron el auge del turismo interior de los argentinos y transformaron para siempre la zona a través de un planificado consenso gubernamental. La ruta provincial 2 es, desde hace diez años, una trocha panorámica y asfaltada en su totalidad hasta la propia entrada del Parque Provincial Moconá -desde el idílico pueblito de Azara en el límite de los yerbatales con tierra correntina- que invita a recorrer sus 300 kilómetros para adentrarse en los misterios de la “Ruta de la Selva” (foto) y su naturaleza tan caótica como exótica.
Arribando a la cuesta final que compensa la ruta 2, por la garita de los Guardaparques, un mirador a la vera del camino permite divisar una amplia terraza natural de vegetación, donde uno descubre que llegó hasta el punto máximo de una sierra, frente a la cual se despliega un gran valle selvático de copas de árboles y, de fondo, el siempre presente río Uruguay.
Esos otros tiempos, aquellos que me contaba Vini en la calma de una noche de selva sin más luz que la de los caprichos cíclicos de la luna, todavía obligaban al turista curioso de ocasión a caminar más de una hora con el agua hasta las rodillas, por el arroyo Yabotí, para poder conocer los misterios del Moconá y ver la sucesión de cataratas ladeadas sobre el margen argentino del cauce. Si el Uruguay no estaba lo suficientemente bajo, se hacía imposible llegar a ver los saltos de este lado de la frontera, donde el río cae longitudinalmente por una falla geológica milenaria que hundió el suelo: el curso del río se quiebra en ese punto para descubrir un suntuoso escalón natural de piedra que absorbe su propia agua.
Los años, además, modificaron la aventura para siempre: la muerte de una turista en la excursión a las piedras superiores desde donde se divisaban antiguamente las cascadas, originó que hoy solo se permita, del lado argentino, abordarlas por abajo, subiendo el lecho del río Uruguay en lancha. Entrando al estrecho y profundo cañón natural de 50 metros de ancho que se forma entre las paredes de piedra basáltica, se llega desde los muelles que la empresa concesionaria de turismo tiene sobre las barrancas del parque provincial, ese que integra la reserva de biosfera Yabotí, el terreno de selva subtropical más extenso de suelo argentino. Al navegarlo, uno parece nadar en un túnel cinematográfico que lo depositará en alguna escena brumosa con Willem Dafoe surcando en lancha algún arroyo de Vietnam en la canónica “Pelotón”.
Solo las Cataratas del Iguazú, intuyen todos demodé, pudieron eclipsar durante décadas la pletórica búsqueda de estos saltos escondidos en el alto del río Uruguay, donde confluye -como en una pulseada de colosos- con el imponente Guazú que baja desde las Cataratas. El progreso de la infraestructura vial aceleró la llegada del gran turismo ocasional que visita año a año la provincia; y mucho más en tiempos de pos cuarentena.
La excursión en lancha hacia la boca más angosta del Uruguay es un recorrido de diez minutos, entre saltos de agua en el margen izquierdo y una decena de turistas del lado brasileño, a la derecha, fotografiando el canturriar de las cascadas sobre la ladera seca del Moconá. A la imponente pintura del agua arremolinada y la espuma salpicando los infinitos arco iris que se forman, se inyecta la estruendosa orquesta de cientos de cascadas que caen a no más de 15 metros de altura.
El regreso ya es en horas de la tarde. Hubo almuerzo en forma de picnic, con un infaltable chipá so’o –un exquisito pan de maíz, relleno con carne y queso y repleto de proteínas- y varios tererés para paliar el calor. Ahí me reencontré con Vini para dar un último chapuzón en el remanso selvático que propone el arroyo Paraíso, con su serpenteante y sepia geografía y las tempranas sombras que se forman por la omnipresencia del sol, que le hace fuerza a la flora para penetrar en la tupida vegetación.

Protesta laboral
Desde diciembre y durante las fiestas de fin de año, laburantes del Parque Provincial Moconá reclamaron por aumentos de sueldo para equiparar los salarios a la canasta básica. Con jornadas de ocho horas diarias para la recepción de turistas, los trabajadores se nuclearon en asamblea para denunciar la “precarización laboral” del Ministerio de Turismo. Es que a las ocho horas diarias de servicio se les suma el tiempo del viaje de ida y vuelta desde la localidad de El Soberbio, de donde son la mayoría de ellos, hasta el parque. “70 kilómetros que se hacen en una hora mínimo, por lo que, en la práctica, terminamos trabajando más diez horas diarias en promedio”. Un sueldo básico de un trabajador del parque no superaba, a marzo de 2022, los 50.000 pesos.

Corredor Turístico Verde del Litoral
Está conformado por cuatro extensas áreas: el Parque Nacional Iguazú y los Saltos del Moconá, en Misiones; los Esteros del Iberá, en Corrientes; El Impenetrable Chaqueño y el Bañado de la Estrella, en Formosa. Unidas por una visión ecoturística, dice el folleto, “son un polo de desarrollo que alienta la conservación de las especies que en ellas habitan”. Sus objetivos son la preservación de las masas selváticas, de las nacientes y cuencas de ríos y arroyos y el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes de la zona. La Reserva de Biósfera Yabotí y el Parque Provincial Moconá son parte del corredor verde de Misiones.

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en 90 Líneas.

martes, 5 de abril de 2022

Malvinas


Lo primero que huelo con Malvinas es el puré: la papa pisada apenas con un tenedor, sobre un deforme y rayado plato violeta de plástico, mezclada con leche y manteca. Casi nunca caliente.
La razón detrás de ese enfriamiento prematuro, pensaba ya de grande y en tiempos no tan adolescentes, era que el almuerzo tibio aceleraba los tiempos regulares de la ingesta. De esta forma, la que decía ser "mi seño" terminaría más rápido con aquel trauma. También podía tratarse de un pequeño cuidado hacia los nenes disfrazados en prolijo celeste, de esa primera salita de jardín, para que no se quemaran al comer. Pero esta hipótesis quedaba siempre descartada, por mi, por su poca fidelidad con la realidad.
Es que jamás comí ese puré. Ni tampoco pude volver a comer otros. Ni comidas que tuvieran esa consistencia y estuvieran salpicadas con eso que tanto repelo como mezcla: leche y manteca.
La edad, además, lacera como aguja hipodérmica en el tamiz de la memoria. Vivencias de energías mensurables que inoculan recuerdos y configuran infancias y adolescencias. Traumas, karmas, algo así, explican ahora en términos "de psiquis".
Por eso, por la edad, nunca llegué a relacionar Malvinas con el escaso recorrido de las sinonimias hegemónicas que contextualizaron esa guerra: el Mundial de Fútbol de España con Menotti, Maradona y todos los otros habilidosos compañeros de equipo que, decían, nos harían bicampeones mundiales; o la marcha de sindicalistas y laburantes de los días anteriores al desembarco en las Islas, para echar a los milicos, en el enclave porteño de manifestación: la Plaza de Mayo.
No: nunca pude; naturalmente, por eso de la edad. Estaba por cumplir cuatro años, que se celebrarían el mismo día de la rendición. Los recuerdos de amiguitos y velitas son más gratos y posteriores.
Y, entonces, Malvinas siempre será ese puré. Ese jardín de avenida 7 casi 62 con nombre de prócer. Y esos almuerzos obligados de papa pisada con sabor a nata y manteca tibia que me negaba a comer, cerrando la boca con quejas de capricho, aunque la que se hacía llamar "la seño", no sin ayuda de superiora, intentara infructuosamente metérmerlo a la fuerza. Y las arcadas posteriores: era el olor de la papa, la manteca y la leche, todo pisado y tibio. Todo el puré que ni a los 40 pude volver a comer.
Y llegaba mi abuela, la checoslovaca que siempre tenía un strudel de manzanas a mano, o mi vieja, Pity, a buscarme. Y yo corría hasta la vereda, siempre salpicada de agua por la irreverencia de las baldosas acanaladas de color ocre, abrazando el aire para contarle todo lo mala que era la maestra que se hacía llamar "la seño". La joven que siempre será una señora, por decantación generacional lógica, que enseñaba en pleno Proceso y zamarreaba a mis compañeritos para que comieran ese puré de papá, manteca y leche que también era su trauma. Como su vida: tibia y violenta como el puré que me hacía llorar y me daba arcadas en ese invierno de 1982.