sábado, 10 de julio de 2021

"La última curda" del Malayunta de 25


La curda que al final
termine la función
corriéndole un telón
al corazón...
Roberto Goyeneche

Quienes lo vivieron y frecuentaron, aseguran que el local de avenida 25 casi 61 nunca tuvo otro rubro que no fuera “mostrador y copas”. El sábado cerró para siempre y, con él, décadas de historias platenses entre amigos, trucos, timbas y charlas de vermouth y picadas

Hay un aura indisimulable, aún hoy, en esa zona sur del cuadrado de La Plata. Lo demuestran y atestiguan sus calles, su empedrado, la avenida 25 desde Parque San Martín hasta la antigua entrada del San Juan de Dios, llegando a 71, todavía sin divisiones ni rambla, ancha, con el asfalto de antaño que permite la trampita del giro en “U” sobre la misma arteria.
Un aura sureño, arrabalero en el sentido estricto del significado pero no de su significante, marca del lado B platense, que era el espejo sincrónico del bar de 25 entre la Brandsen (hoy, plaza Perón) y calle 61; vecino de medianera de un conocido taller mecánico que también peina canas, que hasta el sábado pasado vio (dicen, porque hay tantas verdades como parroquianos) más de 70 años de tragos, charlas y apuestas interminables de matutinas, vespertinas, nocturnas, junto a los burros de La Plata, San Isidro o Palermo...


“Todavía la 25 era de tierra, no pasaban ni autos y el arroyo que la cruzaba (NdR: altura de calle 58) no estaba ni entubado. Había un puentecito peatonal que apenas servía para caminar y que pasara una bici. Imaginate los años que tenía”, me cuenta Marcelo, un par de días después, ya en otro bar pero de calle 70, redoblando la apuesta por la longeva historia.
Me hace enseguida unos ademanes. Sigue el relato y ríe: “¡Si hasta de afuera, en esos años, el bar se parecía a una bicicletería!”, ilustrando la costumbre por las dos ruedas de los laburantes y changarines que conformaban la clientela habitual de este tipo de boliches.
Los parroquianos no le escapaban a la ginebra o la caña mañanera antes de la jornada laboral; o a la cerveza y el vino en vaso de la tardecita después de la diaria extenuante, allí donde el saludo y la copa invitada para prolongar la charla ofician como sello de identidad y pertenencia, casi como una ley a cumplir para ser aceptado en estos tugurios que son inocuos, por mandato patriarcal, a la presencia femenina.
El bar tuvo distintos nombres: “Malayunta”, el legendario y, para muchos, más recordado, junto a otros que se resumían en la comodidad de los apellidos u apodos de sus locatarios ocasionales. Por eso fue “Lo de Pretti” y más adelante “Lo de Ozornio”, “Lo de Perri” o “Lo de Juan”, por el nombre de pila del último en gestionar el fondo de comercio del legendario reducto que, para muchos, empezó a despachar copas aún antes de los años ’50. Quizás el bar con mayor antigüedad y continuidad de La Plata.


La Posta de 25
Juan es Cabanay. Fue dueño del bodegón junto a su compañera Patricia hasta el primer sábado de este frío julio de 2021. Habían tomado el bar hacía casi seis años y en la última época ya lo habían rebautizado como “La Posta de 25”, como le soplaba a la vista el letrero colgado sobre el obligado bicicletero de la vereda.
Pasarán los años y el de boca en boca dirá que la salida fue más prematura de lo prevista, después de que la familia dueña del inmueble decidiera no renovar el contrato y abrirlo a la inversión inmobiliaria del dinero ágil; también que hubo un brindis largo, entre los íntimos y los de siempre que se fueron enterando del cierre, con picadas y empanadas, y que se vio, de fondo, un triunfo de Argentina contra Ecuador en la Copa América de Brasil. No hubo ni tiempo para el último truco, porque el domingo temprano se terminaba de vaciar la mudanza.


“Ya está. No hubo forma de convencerlos”, me confía Juan, mientras me brinda la tablita con pizzas y Messi se hace más figura, define el partido y ya pensamos en la inminente semifinal con Colombia que tendremos que ver en otro lugar. ¡Que la cábala no se quiebre!
Aquejado por la cuarentena obligatoria después de la pandemia, en marzo del año pasado, Juan y Patricia le habían sumado delivery con comidas para llevar y la barra abierta para los conocidos que se le animaban al poco estricto protocolo de la pandemia, entre trucos sigilosos a media persiana y copas hasta bien entrada la noche. También prendían la parrilla a la canasta, cuando varios aseguraban presencia en noches de partidos o naipes. Y le habían sumado un pool, reconocible desde afuera a través del gran ventanal, del lado de la vieja rockola -de esas de botones sin pantalla táctil- que administraba los ánimos musicales del lugar yendo del cuarteto o el tango, al rock argentino y la balada melosa más clásica.


Las decenas de habitués de la última etapa lo vivirán como un cimbronazo, como quien tiene que cambiar una rutina que siempre se presume interminable. Ahí están Lito, Daniel, Fernando, Hernán, Alfredo, Tucho, Boli, el Pelado o aquel otro de boina que hacía del silencio un dharma y siempre pedía blanco con soda…
Pero no. Cambiarán los nombres y los reductos, eso sí, pero la cultura del codo y el vaso en la barra de estaño buscará nuevos e inciertos horizontes; surcará el rito del que está solo y espera que siempre llegue la charla cómplice del cliente amigo.

* Unos garabatos sueltos, pensados y publicados en 90 Líneas.

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